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Eran las cinco y a las doce volvería a convertirme en Rodolfo Raséndil, transformación a la cual me referí chanceándome. Y afortunado será usted comentó Sarto, si a las doce no es el finado Roberto Raséndil. ¡Vive el cielo! No sentiré mi cabeza segura sobre los hombros mientras se halle usted en la ciudad. ¿Sabe usted, amigo Raséndil, que el duque Miguel ha recibido hoy noticias de Zenda?

Estos cinco o seis tienen también ojos azules, siendo así que entre los Raséndil predominan los ojos negros.

No podían llegar más a tiempo dije. Oculte usted la luz de la linterna. La puerta tiene una rendija, ahí. ¿Los ve usted? Apliqué el ojo a la puerta y divisé vagamente tres hombres al pie de la escalinata. Monté el revólver y Antonieta posó su mano sobre la mía. Podrá usted matar uno de ellos murmuró. ¿Y después? ¡Señor Raséndil! oímos decir, en inglés y con perfecto acento. No contesté.

Me limito a dar la versión que hará de lo ocurrido Miguel el Negro. Dejó su asiento, se me acercó y posando la mano sobre mi hombro, dijo: Raséndil, si se porta usted como un hombre, todavía puede usted salvar al Rey. ¡A Estrelsau otra vez, a conservarle su trono! Pero el Duque lo sabe todo, los villanos que le sirven han averiguado...

Un amigo suyo que reside en París, el señor Federly, ha dado informes que hacen creer en su presencia aquí, y los empleados del ferrocarril recuerdan haber visto el nombre del viajero en su equipaje. ¿Y ese nombre? Raséndil, señor. En la manera de decirlo comprendí que el tal nombre nada significaba para él.

Corriente contestó. Pero lo que es usted, Raséndil, se queda aquí cuidando a la Princesa. Los ojos de Sarto brillaron. ¡Eso es, eso es! exclamó. Así burlaríamos los designios de Miguel cualquiera que fuese el resultado de nuestra empresa. Al paso que si usted tomase parte activa en ella y lo matasen, como matarían también al Rey ¿qué sería de todos nosotros?

Llevaba vestido de corte, con ricas joyas, y su hermosura aparecía deslumbradora bajo la viva luz que la inundaba. El cenador no tenía más mueblaje que un par de sillas y una mesita de hierro como las que se ven en algunos cafés. No hable usted me dijo. No tenemos tiempo para ello. Limítese usted a escucharme, señor Raséndil. Escribí la carta por orden del Duque. Lo sospechaba dije.

Servirían ustedes a la reina Flavia repliqué, y ojalá pudiese yo hacer otro tanto. Siguió una pausa y después dijo el viejo Sarto, con expresión tan cómica, que Tarlein y yo nos echamos a reír: ¿Por qué no se casaría el finado rey Rodolfo III con la bisabuela aquella de usted, Raséndil? Al grano, al grano le dije. Se trata del Rey actual. Es verdad asintió Tarlein.

Tomó la debida posición en la silla, pero todavía se detuvo un momento, para decirme con su eterna sonrisa: ¡Hasta la vista, Rodolfo Raséndil!