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Juan anda como en un sueño. Apenas se atreve a fijar sus miradas en Gertrudis; un miedo misterioso lo y le aprieta el pecho como un cinto de hierro. Estás muy serio hoy murmura ella acercando su rostro al brazo de su caballero. El no responde. ¿He hecho algo que te haya disgustado? Nada, nada balbucea Juan. Bailemos entonces.

Si quieres que vaya a Mar del Plata y bailemos el primer baile, me tienes que contar... a ver, habla. Pues, bueno; no hay nada; pero... puede haber. ¡Qué bien me vendría que me acompañaras a Mar del Plata! ¿Flirteo?... ¿Principio?... Iré si me necesitas. Bueno; entonces te contaré. Aunque ya te puedes imaginar... No digas más, Margarita, ¡no digas más!... ¿Ha vuelto? ¡Era de ley!

¿Tratáis así, señorita, a vuestros abuelos y al heroísmo? ¡Mis abuelos! ¡Nunca he pensado en ellos! y del heroísmo se me da un bledo. Pero ¿qué os ha hecho el pobre heroísmo? Es que como los romanos eran heroicos, según parece y yo detesto a los romanos... Pero, bailemos, en vez de charlar. Y partíamos, girando.

Dirigióse á sonriendo y me dijo: «¿Quiere usted que bailemos un pocoAl mismo tiempo escuché los acordes de un vals de Strauss, tocado admirablemente por una orquesta invisible. Nos pusimos á bailar. Ella se abandonó en mis brazos como una niña y corrimos el salón de un cabo á otro sin tocar apenas en el suelo. Yo, sin gastar preámbulos, le declaré mi amor con palabras fogosas y apasionadas.

Pero usted valsa como nadie... Yo no podría valsar con otro después de haber valsado con usted. Y bien, señorita, la cuenta es muy sencilla, bailemos todos los valses... ¡Oh! ¿Y los compromisos?... me dijo con cierta petulancia altiva. Es muy sencillo: los viola usted le repliqué con igual tono. ¡Me cuadra! Está hecho el trato.

En la cabeza dos peinetas de oro de una sencillez irreprochable sostenían su cabello rubio mate, y fuera de las numerosas cadenas de pulseras que rodeaban sus brazos, ni una sola alhaja, ni una sola flor, ni un solo adorno, lucían en aquella mujer. ¡Qué espléndido vals! me dijo, bailemos, yo no resisto...

En primer lugar, este baile se llamaba déligo, y no deligo; lo demuestra Lope de Vega en el siguiente pasaje del acto II de Los Locos de Valencia. «FEDRA. Bailemos, que estamos tristes. GERARDO. Creciendo va su porfía. LAIDA. Déligo, déligo, déligo.... GERARDO. ¿Qué es esto, sobrina mía? FLORA. Que déligo del andéligo

¡Bailar! ¡Excelente idea! interrumpió palmoteando doña Inés. Ahí no por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos! Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes.

La joven rodeó con sus brazos el cuello de Hullin, y asaltándole de repente una idea extraña, cogió de la mano al anciano y gritó: Vamos, papá Juan Claudio, bailemos, bailemos. Y le hizo dar dos o tres vueltas. Hullin, sonriendo a su pesar, se volvió hacia el anabaptista, que permanecía serio como siempre, y le dijo: Estamos algo locos, Pelsly; no debe usted extrañarse de ello.