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Un retrato del Señor Fernando Cortés de dos tercias, maltratado. Una copia ó retrato de Artemisa de tres cuartas, maltratado. Un retrato de Ariosto con un reloj de arena en la mano, copia de Rafael de Urbino, maltratado. Un lienzo de más de á vara de alto de medio cuerpo, armado, la mano derecha sobre un morrión, retrato del Señor Don Felipe el Hermoso.

¡Señor!... ¡Señor!... ¿Ya no me conoce? ¡Soy Artemisa!... ¡Señor, franquee la puerta! ¡Por el alma de aquella santa! ¡Señor, que soy Artemisa! Las pisadas que vienen y van dejan de oírse y la puerta se abre con estrépito. En el umbral, sobre el fondo oscuro de la alcoba, aparece la figura de Don Juan Manuel Montenegro.

Te aseguro que lamenté y lloré mi viudez con no menor abundancia de lágrimas que las que vertería la más fiel y enamorada de las esposas a quien se le muriese, en la flor de la juventud, su idolatrado y gentil marido. No se afligió más que yo Artemisa con la muerte de Mausolo, ni Victoria Colonna con la del Marqués de Pescara, ni la propia Venus con la de Adonis. Y esto se explica muy bien.

Artemisa la del Casal, se acerca a la puerta con el niño de la mano. En la alcoba los pasos vienen y van obstinados y extraños como el pensamiento de los locos. Artemisa atiende algunos momentos. ¡Pasea en la oscuridad! Al entrar en la alcoba, mandó clavar las ventanas.

Artemisa la del Casal, moza blanca y rubia, briosa y rozagante, con manteo cercado de velludo y capotillo mariñán, acaba de aparecer en el umbral de la antesala. Se la tiene por hija bastarda del Caballero. Trae de la mano a un niño de ojos picarescos, que se tambalea sobre los zuecos blancos, que muestran no haber pisado la tierra.

Para afligirse como yo hubiera sido menester que, con los respectivos amados, perdiesen la Colonna sus canciones y sonetos, Artemisa su famoso y monumental sepulcro, y Venus el cinto donde están en germen sus virtudes y milagros. El espíritu no es extenso, y por consiguiente no tiene lados, pero yo me le represento con lados para comprenderle mejor.

A lo que respondió don Quijote: -Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerpo de Julio César se pusieron sobre una pirámide de piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San Pedro; al emperador Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el castillo de Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó a su marido Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y señales que mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.

La artemisa con las tradicionales virtudes de sus jugos; la yerba buena con las delicadas emanaciones de sus ásperas hojas; el adusto romero con su salvaje independencia, adornan las faldas del coloso, esparciendo á su alrededor finísima fragancia. Cuando el ábrego hiere las copas de las casuarinas produce en sus delicadas ramas una armonía extraña y conmovedora.

¡Jesús!, ¡Jesús! ¡No abran ustedes el balcón, que se nos va á meter aquí alguna bomba! ¿No oyen ustedes los cañonazos? ¡Jesús, que disparos tan fuertes! Señora, usted está soñando con los cañonazos. No te alarmes, Artemisa, Electra.... ¡Cierren ese balcón! Los cuatro jóvenes eran muy curiosos para contentarse con mirar desde el balcón.

La única cosa buena que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para enviar pronto al infierno a su galopín de marido y librar la tierra de tanta infección y de tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si fuese la reina Artemisa.