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Óyeme, Fernandito, que te estoy hablando añadió Currita con relamida pausa. Incorporóse de nuevo Fernandito, cada vez más turbado, sin quitarse el paño negro de la cabeza. ¿Dijo anoche algo el buey Apis sobre el nombramiento? Nada balbuceó Villamelón. ¿Nada?... ¿Estás cierto?... Los labios de Villamelón temblaron como tiemblan los del chico que va a soltar una mentira.

Apareció entonces la formidable cabeza del buey Apis, y a poco, el excelentísimo Martínez de cuerpo entero estaba a su lado, envuelto en su levitón y con su inseparable garrote en la mano.

¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano: o aceptaba yo el cargo, o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a blandearse... Me pidió cinco mil duros; luego tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil, y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito, y he tenido que empeñar una porción de joyas...

¡Si me lo querrá usted decir a ! exclamó el buey Apis resollando por la herida. Y contó al gobernador, con todos sus pormenores, la historia del nombramiento de camarera y la escena de la carta arrojada al fuego, que había ya hecho desternillar de risa, en las narices mismas del ministro, a todos sus compañeros de gabinete.

Harto había dicho, sin embargo, y un resoplido inmenso resonó entonces tras la cortina de la izquierda, como el aliento de un pechazo comprimido que al fin se desahoga: era el buey Apis, el excelentísimo Martínez, que hubiera soltado en aquel momento un relincho, como en sus expansiones de alegría los mozos de su tierra, y estrujando entre sus brutales brazos, como un Hércules que abrazara a un insecto, a su ilustre aliada Currita.

¡Ay, Jesús! replicó Currita escandalizada . Entonces ¡protesto, protesto!... Yo persuado a quien puedo, pero no sorprendo a nadie... ¿Quiere usted que se la ponga, Martínez?... ¿ o no?... ¡, , , ! mugió el buey Apis, haciendo con la cabeza ademán afirmativo. ¿La acepta usted entonces? preguntó Currita. La acepto. ¿Con todas sus consecuencias?...

¿?... Pues veremos si su marido de usted lo niega igualmente, cuando todos los periódicos de Madrid publiquen esta carta. Y el buey Apis sacó una de su bolsillo, que puso extendida ante los ojos de Currita, como si pretendiese cumplir su bestial amenaza de refregársela por los hocicos.

¡Si no tiene formalidad ninguna! replicó Villamelón muy impaciente . Apuesto a que llega tarde. ¿Sabes? Y como si el reloj de Palacio quisiera aumentar su zozobra, dio en aquel momento la una y tres cuartos. Villamelón ofreció el brazo a la Valdivieso para subir la gran escalera, y Currita subió detrás apoyada en el del buey Apis.

No le intimidaban, sin embargo, a ella los mugidos del buey Apis; incorporóse un poquito, y muy extrañada y ofendida, y con los claros ojos fijos siempre en el vacío, comenzó a decir con su suave vocecita algún tanto apurada: ¡Pero Martínez, por Dios, no se descomponga así!... ¡Se pone usted tan feo!... Preciso es que haya en eso alguna equivocación, algún quid pro quo, para que un hombre de su talento de usted diga semejantes desatinos... ¿Yo, camarera de la Cister... quiero decir, de doña Victoria?... ¿De dónde ha salido eso?

El excelentísimo Martínez, el colosal buey Apis, vino al punto a destacarse entre ellos, presentándole con una mano su imprudente carta, echándole la otra al pescuezo para conducirle sin piedad al Saladero... Villamelón pensó morir del susto, porque a su carta, y sólo a su carta, como muy bien le había profetizado el día antes Currita, podía atribuir la repentina llegada de la policía.