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Julia fingió vacilar, y por fin repuso: Bueno, pues vivimos en la calle de Don Pedro, número 20, la única casa que tié jardín con tapias mu altas que dan a otra calleja estrechisma. Pero ya le diré yo a usted cuándo tié que dir por allí, no vaya usted a ensuciarlo too por pricipitación. Corriente. ¿Vendrás mañana por la carta? : agur, que se va a levantar el ama.

Después, después. ¡Jo... sús! ¡Qué prisa!... Agur, agur». Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda un cofrecillo y del cofrecillo un libro. Era una novela entre cuyas hojas había varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden y clasificación. No debían de ser ciertamente billetes de Banco, porque Isidora, al volver de cada hoja, daba un suspiro y ponía cara de mal humor.

Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y me ha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sin decir «agur Conchitase escapa a París, y ¡venga juerga con las suripantas!... ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes?... Pero como yo soy hija de mi padre y de mi madre, y no hay más que una vida que perder, y de no se ha reído ningún roío dao por tal como éste, a este tío asqueroso nadie le mata más que yo, ¿saben ustedes?

Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía. Es Choto dijo Nela temblando. Agur murmuró Celipín, poniéndose en marcha. Desapareció entre las sombras de la noche. La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.

Agur, querido; voy a llevar este geranio a atrás, porque el pobrecito se me está requemando aquí en el patio. ¿No ha visto usted este rosalito? Mire qué botoncito más lindo y más rico tiene ya, y eso que no hace siquiera un mes que lo he plantado... Voy a aprovechar el rayo de sol que cae ahora en la ventana de la sala para que se alegre un poquito...

Ella hizo un movimiento como para alargar la mano; pero de repente se echó hacía atrás esquivando el cuerpo y diciendo rapidísimamente: Quitesusté pa un lao que viene el coche con la señora... y en voz baja, muy baja, añadió : Agur, hasta otro día, cuando me vea usted sola. Don Juan, iluminado de súbita inspiración, repuso también muy aprisa: Aquí mismo, a esta hora, la primera tarde que llueva.

Al pasar ante la estatua de san Ignacio, quitóse Diógenes el sombrero, como había visto hacer antes a los novicios, y repitió en voz muy alta, con el acento de un cariñoso saludo, aquella hermosa frase que inspiran a los caseros de Guipúzcoa su piedad, su sencillez y su amor al santo, gloria de sus montañas: Aita San Ignazio... agur!

Parecía que el diablo se empeñaba en ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo, ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy buena gana!