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Lleva unas botas blancas de verano, pero están muy estropeadas; el traje es de verano también, y la chaqueta, abrochada y subida, oculta el cuello juntamente con un pañuelo de seda. Estamos ya a principios de invierno, y este viejo debería llevar un traje de abrigo; pero no lo lleva. Y por eso, sin duda, tose pertinazmente, inclinando su cuerpo flaco, poniéndose la mano delante de la boca.

Era un individuo correctamente vestido de negro, de levita perfectamente abrochada y sombrero de copa, y llevaba bajo el brazo un bastón, cuya contera reluciente brillaba con los primeros rayos de luna que comenzaba a alzarse sobre el atrio de San Miguel. En el suelo y ante él, estaba un pequeño paquete y al lado el cajón de la basura, perteneciente a la casa en cuyo umbral se había detenido.

La hubiera retenido consigo, pero Jacobo la deslizó en su abrochada levita y preguntó con indiferencia cuánto tiempo hacía que aquello duraba. Desde que llegó, desde el mismo día en que entró en la Magnolia. Yo a la sazón fui un torpe, Juan, y ahora soy un torpe también; pero no supe cuánto la amaba hasta el presente. Y ya no es la misma mujer.

A me dejaron entrar cuando ya estuvo sentada, y entonces ¡oh Dios mío! sólo entonces me fue dable apreciar los estragos que la terrible enfermedad ha causado a mi pobre Magdalena. »Aun así está hermosa, más hermosa que nunca, pues con su larga bata abrochada hasta el cuello, se asemeja a uno de esos ángeles tan bellos, de diáfana cabeza y cuerpo inmaterial del Beato Angélico.

Por el ramal opuesto subía al mismo tiempo un viejo gordo, con la barba blanca muy recortada, hablando vivamente con otro viejo flaquito, muy atildado y pulcro; el gordo vestía sencilla levita abrochada, y el flaco, uniforme de teniente general con sus accesorios de gala.

Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen cruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombrero ladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo. Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otra vez y seguir andando.

Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde allí miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los divanes.

Todo de negro, abrochada la levita ceñida hasta el cuello, don Álvaro, pálido, mordía de rato en rato el puro habano que tenía en la boca, sonreía a veces y se volvía de cuando en cuando a contestar a un interlocutor, invisible para Visita. Era don Víctor Quintanar.