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Actualizado: 21 de junio de 2025


Los ojos de Batiste, habituados á la lobreguez de la bóveda vegetal, vieron con toda claridad á un hombre que, apoyándose en la escopeta, salía tambaleándose de la acequia, moviendo con dificultad sus piernas cargadas de barro. Era él... ¡él! ¡El de siempre!

Ojeda y Maltrana avanzaron entre el gentío casi tambaleándose, como embriagados por la sensación del suelo firme bajo sus plantas y el vaho que despedía caldeado por el sol. Un reloj señalaba las cuatro de la tarde. Junto a sus ojos revolotearon unas moscas pesadas y pegajosas, las primeras que salían a su encuentro en la nueva tierra.

De tal modo que Timoteo bajó los peldaños tambaleándose de gozo, no sin besar antes las manos de aquella adorable señora, derramando sobre ellas un raudal de lágrimas y saliva. Los dioses no se fatigan jamás cuando quieren hacer a un mortal feliz o desgraciado. Aún le tenían reservado a nuestro artista un nuevo triunfo que saboreó al llegar a su casa.

Sin embargo, he tenido que darle cuenta de tu vida, de tu salud, cada semana regularmente. Marta retrocedió tambaleándose, se llevó las manos a la cabeza, y, de improviso, una especie de calofrío la sacudió. Se adelantó hacia , me tomó las manos y con voz singularmente velada, dijo: ¡Mírame de frente, Olga! ¿Quién de los dos ha escrito la primera carta?

Entonces, a la llamada de «papála niña, dejando el refugio materno, se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos, pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía: «Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba estrechamente entre sus brazos.

Arrojó su sombrero sobre el diván, como si se despojase de una corona de gloria que abrumaba su frente, y tambaleándose fue a apoyar las manos en el escritorio, quedando con la mirada fija en la enorme cabeza de toro que adornaba la pared del fondo del despacho. ¡Hola! ¡Güenas noches, mozo güeno!... ¿Qué pintas aquí?... ¡Muuú! ¡muuú!

Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc.

Todas esas casas, cuajadas de marineros ebrios, soeces, tambaleándose. Aquí, un hotel; entro y a los pocos instantes salgo a la calle asfixiado. Adelante; he ahí el mejor de Colón. Entro en el bar-room que ocupa toda la sala baja; hay dos billares donde juegan marineros en mangas de camisa y mascando tabaco.

Romagné diole las gracias, con gesto no desprovisto de altivez, se bebió una botella de vino en la cocina, tomó un par de copitas con Singuet, y marchó tambaleándose hacia su antiguo domicilio. M. L'Ambert volvió a entrar en el mundo con éxito; casi podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más estricta justicia diciendo que se había batido como un león.

¡No, amigo, te engañas! insistía a su vez Kotelnikov . Porque, mira, hay algo en las negras... Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de mismos. Una semana después, todo el departamento sabía ya que al empleado público Kotelnikov le gustaban mucho las negras.

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