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Actualizado: 3 de octubre de 2025
Los mismos son ahora los atributos de la divinidad que hace dos mil años, y la fe que la invoca conserva la «santa simplicidad» de su fanatismo. En los valles agrestes del Olimpo, por donde saltaban las bacantes desmelenadas, murmuran hoy oraciones los monjes.
Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me han traído.... Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando; y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina, ¿qué tienes? Benina, ¿qué te pasa?.... En fin, que del conejo tomé pie para contarle el apuro en que me veía...».
Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Sí, estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los riñones... y usted añadió mirándolo con ternura ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual. Nébel levantó los ojos: ¿Soltera?
Y colgándose de nuevo la chaqueta del hombro tomó el reloj que le dió el mismo capitán, volviendo en seguida la cabeza para ocultar las lágrimas que saltaban á sus ojos. ¡Bendita sea tu sandunga! ¿No te parece, Plutón, que ha hecho bien la morenita en negarse á dar el reloj á ese palurdo? dijo uno de los mineros de la boina colorada á otro de sus compañeros.
Cuando se vió, en un amanecer, frente al puerto de Palermo, que empezaba á extinguir sus luces, Ferragut pudo dormir por primera vez, dejando encargado á uno de los marineros la vigilancia del buque, que se mantenía con el velamen recogido. A media mañana le despertaron unas voces que gritaban desde el mar: «¿Dónde está el capitán?» Vió un bote y varios hombres que saltaban á la goleta.
Las olas rompían en el baluarte con estrépito y muchas veces saltaban por encima del muro y mojaban el suelo. Los jóvenes se detuvieron fascinados por aquel imponente espectáculo: quedaron inmóviles frente á la hirviente llanura, olvidando en un punto sus penas. Al cabo Soledad profirió: ¡Qué tiempo tan duro!... Ayer tenía cerco la luna. Uceda guardó silencio.
Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas por cualquier cosa. ¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a correr hacia atrás el peluquín. No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin ofender a Dios ni al prójimo.
Íbamos por el lado del bosque, y al pasar observé que había humo en la chimenea de la casita, luz en las ventanas, y frente a la puerta, de par en par, unos cazadores, unos cazadores equipados completamente y una traílla de perros que saltaban. Al pasar nosotros, gritó uno de los cazadores: Vamos a registrar el llano esta mañana, y luego, después de almorzar, registraremos el bosque.
Seguían en su ritornelo las vihuelas, limpiábase el pecho para empezar de nuevo, tal vez con algún madrigal competidor del soneto, el encendido amante, cuando las voces de ¡ténganse a la justicia! que vinieron de lo alto de la callejuela, cortaron en un punto el puntear de las vihuelas, y dejaron lugar al chocar de los broqueles, que apresuradamente los músicos se arrancaban del cinto, y que tal vez al desenvainar las espadas daban contra sus gavilanes; y a poco, no era ya dulce música lo que en la calle se oía, sino áspero son de espadas, que por los raudales de chispas que de ellas saltaban, no parecía sino que se habían allí reunido todas las fraguas de Vulcano.
Entre el rumor de la brisa agitando los árboles y el parloteo de los gorriones que saltaban en torno de los troncos, Rafael percibió una música lejana, el sonido de un piano apenas rozado con los dedos, y una voz velada, tímida, como si cantase para si misma. Era ella.
Palabra del Dia
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