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Actualizado: 19 de julio de 2025


Josefina había permanecido quieta, silenciosa, con la cabeza baja. Las burlas lograron al fin hacer su efecto. Dos lágrimas asomaron rezumando por sus largas pestañas.

El conde volvió los ojos hacia ella, y le dirigió una mirada larga y dura sin decir palabra. Isabel bajó los suyos con temor, y por debajo de las negras pestañas asomó temblando una lágrima. Aquella corta e insignificante escena me produjo mal efecto. Pareciome que el conde era un padre muy tierno sólo mientras no se tocase a sus gustos y placeres. Con perdón de ustedes, pelo la pava.

No puede franquearse tanto como quisiera, y eso es todo. Yo cuán bueno es; y a pesar de su talante gruñón, a pesar de las reprimendas que me echa, no dejaré de amarlo toda mi vida. Guarda silencio un instante y se pasa la mano por el rostro como para echar al rayo de sol que le dora las pestañas y hace brillar sus ojos con colores vivos y tornasolados.

Esta procuraba persuadir al inglés de que las españolas se iban poniendo al nivel de las extranjeras, en cuanto a tierna afectación y artificio, porque ya se sabe que los que imitan servilmente, lo que copian siempre mejor son los defectos. ¡Qué ojos tiene! decía Rafael a su prima . ¡Qué bien guarnecidos de grandes y negras pestañas! Tienen el color y el atractivo del imán.

Laura se cercioró aún más de su tristeza, y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo con mimo: Vamos... díme, querido, ¿qué tienes? El mayordomo dió todavía algunos pasos sin contestar. Una lágrima tembló en sus negras y largas pestañas, y bajó rodando silenciosa por la mejilla. Laura al verla exclamó con sobresalto: ¿Qué es eso? ¿Por qué lloras? Porque no me quieres.

Una hermosura nueva la revestía, maravillosamente, y bajo las sombras de sus pestañas brillaba la piedad. De pronto, con el gesto de una criatura a quien reprenden, se cubrió con los brazos la cara y salió, precipitadamente. Charito se sentó al lado de Muñoz, descorazonada. Un minuto después, en el penoso silencio, se oyeron gemidos ahogados que venían del saloncito contiguo.

En sus ojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía la chispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía el asombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oir las palabras jactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritó con rabia: ¡Fuera ese piojo, sollo! Indescriptible indignación en el auditorio.

Cuando salió de San Gil la Virgen de mejillas sonrosadas y largas pestañas, bajo un palio tembloroso de terciopelo, cabeceando con los vaivenes de los ocultos portadores, una aclamación ensordecedora surgió de la muchedumbre que se agolpaba en la plazoleta... Pero ¡qué bonita la gran señora! ¡No pasaban años por ella!

Mozos, colonos, jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto adulador con que trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestañas.

Un rayo de luz le hace alzar los ojos. Es Gertrudis que, de pie en el umbral de la puerta, con una lámpara en la mano, aparece toda confusa. Su gracioso rostro está cubierto de vivo color y sus pestañas bajas lanzan sobre sus mejillas dos sombras semicirculares. ¡Qué loquilla eres! dice Martín acariciando tiernamente sus cabellos en desorden.

Palabra del Dia

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