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Actualizado: 19 de julio de 2025
-Y el mío -añadió Sancho-, pues no he visto en toda mi vida randera que por amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues, mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.
Los ojos medio cerrados, lucían por detrás de sus largas pestañas con íntimo gozo que la expresión indiferente y grave de su fisonomía no podía ocultar. Gonzalo trató de cruzar la venda por detrás, pero le fué imposible. Cecilia acudió en su auxilio metiendo la mano con decisión por debajo de la camisa.
Carlitos era el hijo más guapo que tenían los Sres. de Rivera, y el más aplicado también. Cara redonda y sonrosada, facciones correctas, ojos negros y expresivos y poblados de largas pestañas.
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas.
Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempre dormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; si bien, cuando fijaban la mirada y se abrían por completo, brotaban de ellos dulce fuego y luz viva.
Salvador la observaba lleno de incertidumbre; y sólo pudo averiguar, al cabo, que de tarde en tarde la muchacha alzaba el vuelo de sus pestañas sedeñas hacia los ojos fulgurantes de Fernando....
Al referirlos, el rostro exangüe de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilató sus labios dos o tres veces. Mas de pronto se nubló su cara, hasta el punto de que entre las pestañas le bailaron lágrimas, a las cuales no dio salida.
Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras y largas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior.
Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas.
En el extremo del salón y acurrucada en un gran sillón de terciopelo de Utrecht de un amarillo ajado, estaba Elena Lacante. Esperó para levantarse a que estuviese yo muy cerca de ella, y se estuvo tiesa delante de mí, sin ofrecerme la mano y mirándome furtivamente a través de las largas pestañas negras de sus párpados medio cerrados.
Palabra del Dia
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