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Quedó pálida, pendiente de los labios de María Josefa, como si de ellos esperase la salud o la muerte. Aquélla advirtió bien su turbación, y dijo después de mirarla un instante fijamente: No te lo digo... ¿Para qué?... Acaso sea todo una calumnia. Fernanda se repuso instantáneamente. Está bien respondió haciendo un gesto de displicencia. Cálleselo. Después de todo, ¿a qué me importa todo eso?

Yo no puedo mirarla sin que se me despegue la carne de los huesos, y no puedo apartarla de , porque el frío de la noche hiela todo mi cuerpo. MANRIQUE. Pero, ¿por qué os habéis querido fijar en este sitio? AZUCENA. Porque este sitio tiene para recuerdos muy profundos... desde aquí se descubren los muros de Zaragoza... éste era, éste, el sitio donde murió. MANRIQUE. ¿Quién, madre mía?

Sentada á la puerta de su barraca, creyó sorprenderle varias veces rondando por sendas algo lejanas, ó escondiéndose en los cañares para mirarla. La hilandera deseaba que llegase pronto el lunes, para ir á la fábrica y pasar al regreso el horrible camino acompañada por Tonet. No dejó de presentarse el muchacho al anochecer el día siguiente.

Oyola el cura, y, al mirarla, su vista se detuvo en la prenda que la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de un rojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo que la noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresa fue inmensa. Su pensamiento se resistió a creer lo que los ojos le decían.

¿Daría usted un grito? insistió sin dejar de mirarla. ¡Vaya unas preguntas extrañas que usted hace! dijo Esperancita más ruborizada cada vez . Lo daría quizá ... o no lo daría.... En aquel momento se acercó la marquesa de Alcudia llamándola. Esperanza, tengo que decirte una cosa.... Y al pasar junto a su sobrino, murmuró muy bajo: ¡Prudencia, Pepe! Esos apartes no están en el programa.

Vuelve a mirarla decía el cazador . Aquí donde la ves, se mantiene con quince céntimos de queso cada dos días. El recuerdo de otra joya que había poseído, el famoso perro Puesto en ama, conmovía al Mosco.

Ella dobló la cabeza sobre el hombro del amante, pegose a él, cuerpo con cuerpo, y en voz muy queda, como se dicen las grandes cosas de la vida, repuso: ¿No me dejarás nunca? Entonces nadie sabrá jamás si fue sincero arranque o astucia premeditada volvió a mirarla fijamente, y presentándole la mano derecha, preguntó con increíble valor: ¿Quieres ser mi mujer?

Cerró tras la puerta y avanzó cautelosamente hasta la mitad de la estancia. El reloj no la dijo una palabra: se contentó con mirarla desde su rincón oscuro asomando el rostro por encima de la negra caja de madera. La figura blanca, después de pararse un instante, avanzó de nuevo y salió por otra puerta que daba á un pasillo.

El magistrado permaneció un instante callado, contemplando a la narradora, y luego, sin dejar de mirarla, dijo lentamente: ¿Y usted cree que, después de una explicación tempestuosa, con el desdén que debía henchir el corazón de aquella mujer, la versión del suicidio sea verosímil? ¿Cómo no se fija usted en que, con su poco feliz invención de una escena tan increíble se ha colocado usted en un falso terreno?

Asombrada de que en el mundo existiese un ser tan dulce, tan tierno, no se hartaba de mirarla como si acabase de bajar del cielo. Quería adivinarle los pensamientos en los ojos, quería adelantarse a sus menores deseos, quería que nadie la sirviese más que ella, quería, en fin, como todo enamorado, la posesión exclusiva del objeto de su amor.