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Actualizado: 20 de junio de 2025


María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó tímidamente: ¿No me dices nada, papá? Nada repuso éste sin mirarla. ¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito? .

No se hartaba de mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole la respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la visita de más campanillas.

Lo primero, nunca he de querer á muger ninguna, y en viendo una beldad acabada diré en mi interior: Un dia se ha de arrugar ese semblante; ese turgente y redondo pecho se ha de tornar fofo y lacio; esa tan bien poblada cabeza ha de quedarse calva: y me basta con mirarla desde ahora como la he de ver entónces, para que esa linda cabeza no me haga perder la mia.

Una tarde de verano, en Segovia, contemplando desde su habitación el rojo deshojamiento del crepúsculo sobre el valle del Eresma, vio pasar por la calle a un arrogante galán que se detuvo a mirarla. Iba vestido a lo soldado, con harta pluma en el sombrero. Una daga cubierta de piedras preciosas brillaba sobre sus gregüescos acuchillados. Aquella escena muda se repitió varias veces.

Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicas frases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela. Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero las soportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por el incomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.

Inclinándose juntas, se secaron las lágrimas con el ruedo del vestidito negro. Y volvieron a mirarla, más adustas, Raquel con sus claros ojos verdes, Adriana con sus ojos negros, con sus ojos negros y asombrados. ¿Asombrados por qué? Una amargura indecible pasó por el alma de Adriana. La visión se borró. Y quiso recordar otros años aun más lejanos.

Era Adela, y aun cuando no tuviese nada de particular verla allí y hasta hubiese esperado encontrarla no cómo; aunque Adela no fuese para más que una joven interesante, pero casi desconocida, las palpitaciones de mi corazón se multiplicaron con violencia; me estremecí, temblé; una nube, en la que entraban todos los colores, turbó mi vista, y un desfallecimiento vago recorrió mi cuerpo y embarazó mis pasos; porque al verla me levanté, me acerqué a ella sin mirarla, o, por lo menos, sin verla, y le presenté mi brazo sin informarme a dónde iba.

Al cabo de un rato, al colocar Pepe unos libros en su sitio, volvió a mirarla sin que ella entonces pudiera verle.

Don Pantaleón era el Padre Eterno, D.ª Carolina la esposa del Padre Eterno, Presentación un ángel, y hasta la cocinera Rita guardaba alguna semejanza con Santa Mónica, madre de San Agustín. En cuanto a Carlota, era la misma Virgen Santísima concebida sin mancha en el primer instante de su ser natural. No se saciaba de mirarla.

Al mirarla, mi sangre ha detenido su curso natural; he sentido la angustia de la muerte... No he podida llorar. ¡Ella pobre, marchita, sola y triste! ¡Oh! ¡Cuánto sufrirá! ¡Ella, que ayer en régias bacanales consumia su afan! El vicio y la impureza la han manchado arrugando su faz... ¡Dios mio! Al verla así, ¿cómo no puedo áun dejarla de amar?

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