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El tío Manolillo, sin soltar á doña Ana, dirigió su terrible palabra á don Juan de Guzmán, empuñando aún la daga con que le había herido: Entonces fueron tres, y ahora ha bastado una... es que ahora tengo la mano más segura... ¡asesino de mi hermana Margarita! ¡envenenador de la reina Margarita! ¡verdugo de tu hija! ya no cometerás más crímenes. En efecto, don Juan de Guzmán estaba muerto.

Y con esto y no tener ya nada que ponerme salvo la daga y la espada que me han quitado, recibid mi agradecimiento, alguacil desalguacilado, y vamos, que el moverme me hará provecho. Acercad y asíos de mi capa. Téngoos ya. Pues marchemos, y silencio. Silencio y marchemos.

Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como desmayada.

Quevedo era un hombre de imaginación pronta; recordó que en el estante, entre las armas de caza, había algunos frascos de pólvora, y entró, se apoderó de aquellos frascos y los puso junto á la reja; luego, con la daga, abrió algunos huecos entre el marco de la reja y la pared, rellenó de pólvora aquellos huecos, puso en comunicación con ellos un reguero que llevó hasta un lugar desde donde podía ponerle fuego á cubierto de la explosión de las cargas de pólvora de la reja, y á continuación se puso á apilar las mesas, las sillas y los muebles junto á la puerta de entrada.

En el modo de morir A entrambos he de imitar, Porque el hierro ha de acabar Y la hambre mi vivir! Primero dare á mi pecho Una daga que este pan, Que á quien vive con afan Es la muerte de provecho. Qué aguardo? cobarde estoy! Brazo, ya os haveis turbado? Dulce esposo, hermano amado, Esperadme que ya voy!

No hablemos de eso una palabra, porque no me conviene serviros de ese modo... temo á la condesa más que á una daga huída, y por nada del mundo me atrevería á ponerme en su desgracia. Pero otros medios hay, don Francisco, y en dejándoos yo en poder de quien me paga, os serviré de balde. ¿Y de qué modo? Haciendo que la condesa os suelte.

La pica suelta el indio muy corrido, Y al pecho del caballo se ase y garra: El mozo, que lo vido tan asido, La daga de la cinta desamarra: Con ella fuertemente le ha herido, Y tanto las entrañas le desgarra, Que Magaluna altivo, bravo y fuerte Cayò en tierra herido de la muerte.

El tío Manolillo cantaba entretanto entre dientes, y mientras acababa de arreglar la vajilla, una canción picaresca. Pero había algo de horrible en el acento y en el canto del bufón. ¿Dónde están mi capa, mi sombrero, mi espada y mi daga? dijo Montiño, que buscaba por todos los rincones. ¿Cómo, os empeñáis en iros? Os juro que no me quedo aquí si no me matáis.

Quevedo tomó una espada, una daga y dos pistoletes, después de cerciorarse que estaban cargados, y se los puso en el talabarte; á seguida salió de la cámara y abrió una de las puertas que suponía de balcón; pero se había engañado, aquella puerta tenía detrás una fuerte reja.

Sorda exclamación de regocijo escapose de todos los pechos. Las pupilas se dilataron, los cuerpos se irguieron. ¡Quién le hubiera dado presenciar hasta el fin aquella escena! Era, sin duda, un enviado secreto del Sultán de Turquía el que llegaba. A no ser el roce de su daga contra el cerrojo hubiese podido seguir atisbando sin que nadie sospechara su presencia.