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Actualizado: 9 de julio de 2025


No traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos.

Al pasar por la alcaidía, el alcaide les salió al encuentro respetuosamente y gorra en mano. En la otra mano tenía una daga y una espada, sencillas pero hermosas y fuertemente bruñidas las empuñaduras de acero. El señor alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento, acaba de enviarme para vuesa merced, estas armas, que le ocupó cuando le prendió dijo el alcaide.

Y no fueron, á la verdad, infundados sus temores, pues el caballero acercóse á ella, volviendo á reiterar sus pretensiones con violenta y turbada actitud, causándole tal explosión de enojo y cólera el verse, como en otras tantas ocasiones, rechazado, que allí mismo tiró de la daga y con ella se avanzó á la mujer, hiriéndola gravemente en el hermoso rostro, causa de sus desazones y de sus inquietudes.

Todo fue inútil y un día el anciano se vio atacado bajo el portal de una iglesia; marchó recto a su enemigo, sufriendo el fuego continuo de su revólver, llegó junto a él, lo tendió de un balazo, y luego le enterró una daga en el corazón hasta la empuñadura.... ¡No lancéis la primera piedra contra ese hombre de cabellos blancos, débil, creyente y devoto, que se había humillado, hundido la frente entre el polvo a los pies de su adversario y que había vivido la vida amarga y angustiosa del peligro a todas horas y en todos los momentos!

Entonces os desarmé, pero ahora que que sois don Rodrigo Calderón, os mato. Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderón dió un grito. La daga de Juan Montiño se le había entrado por el costado derecho. Y entre tanto Quevedo daba una soberana vuelta de cintarazos, sin chistar, á un bulto que había venido en defensa de don Rodrigo.

Me limité a inclinarme e hice lo que él había previsto: crucé ambas manos a la espalda. Rápida como el rayo brilló en alto su daga y se clavó en mi hombro: de no haberme apartado bruscamente me hubiera atravesado el corazón.

Ramiro pensó que, al hacer su reaparición en la asamblea, todos los rostros se volverían hacia él, y que hasta los varones más graves se adelantarían a cumplimentarle por su proeza. Guarecido casi de su herida, pero flaco y sin fuerzas, vistió una tarde su traje más lujoso, se ciñó la daga del morisco y presentose en la sala pequeña, que hacía las veces de primer recibimiento.

Yo trataré con los ginoveses agregó; algo quedará que entregalles; aún restan muebles y mi daga de piedras; pero, ¡por mi honra!, no vendáis el solar, madre, ¡no vendáis, no vendáis el solar! Ella se levantó lentamente, la mano izquierda sobre el pecho: Con lo que acabas de decir repuso mi vida en el siglo ha terminado. Eres agora el señor. Ordena, y que Su Divina Majestad te perdone.

Palabra del Dia

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