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Actualizado: 8 de junio de 2025
Ingeniosa y hábilmente tratado está el modo natural, sin malicia, casi inconsciente, con que la hermana menor, Narcisa, que está mucho menos averiada que Clara, enamora al coronel y logra al fin que sea su marido.
Estaba a veces adormilado en los bancos del pasillo o en el sofá de la sala, y cuando oía que, bajo los chillidos agudos de Narcisa o bajo las sinrazones de su madre, temblaba como un pajarillo la fresca voz de Carmencita, corría hacia ellas, recatándose detrás de las puertas o a la sombra de las paredes para no perder ni un detalle de la escena dolorosa.
Narcisa, impasible y majestuosa, presidía la escena como un juez severo, asistiendo con gestos de indignación a los desatinados discursos de su madre, mientras Julio, que había acudido sañudo y acechante al umbral de la puerta, fulguraba sobre la trémula niña su mirada monstruosa, y oyendo buhar y maldecir a las dos mujeres, toda su mezquina figura se estremecía de satánico gozo....
Carmen, sin atender a Narcisa, estaba sintiendo todavía cómo la acariciaba dulcemente la sonrisa serena del marino. En pocas horas cambió Fernando el semblante sombrío de la casa. Cantó, abrió los balcones con estrépito, y una brisa otoñal, odorante y pura, refrescó las habitaciones lóbregas, cerradas por el desuso mucho tiempo.
La contempló Narcisa, ceñuda, como indagando de dónde había sacado «aquello»; pero ella se apresuró a depositar el tesoro en los hondos bolsillos de Andrés, prometiéndole: Ya te daré más..., mucho más.... Andrés se olvidó de Carmencita.
Esto es... nada que a usted le importe contestó el médico, alterado. Y Carmen, atolondrada, se quedó quieta y muda. Esta casa increpó entonces Narcisa, como un basilisco no se ha prestado nunca a... porquerías.... Ya está usted aquí de más, señor de Fernández.... Y se acercó a él tratando de cogerle por un brazo.
Había un trajín impaciente de muebles en habitaciones, y cada vez que la madre y la hija se encontraban en medio de tal jaleo, reñían y se increpaban, porque Narcisa, celosa siempre del hermano buen mozo y seductor, opinaba que aquellos eran demasiados preparativos para recibirle, y protestaba con satíricas frases de aquella revolución inusitada. En esto llegó Andrés.
Apenas salieron la madre y la hija, Carmen oyó que Julio aullaba en su dormitorio, y temiendo que saliera a asustarla desde algún rincón con sus ojos crueles, bajó al zaguán y se puso a escuchar el silencio de la tarde. Sintióse a poco, por el jardín adelante, un rumor de palabras. Sobre la dura voz de Narcisa y la chillona de su madre, otra, sonora y firme, se alzaba risueña.
Pálida y convulsa resplandecía tan bella la muchacha, que Narcisa hubiera querido aniquilarla con sus ojos acerados, cargados de ira. Cuando la dejaron sola con su terror, se quitó con manos temblonas el alegre vestido blanco, y otra vez se abrumó bajo la tela sombría de su luto.
Y se puso a buscarla por la casa adelante. Iba diciendo siempre: Quiero verla, ¿dónde está? Narcisa le contempló con sorpresa primero; después, con gozo; luego, con una crueldad brava y horrible. Corrió tras él y le dijo con voz opaca, llena de perfidia: ¿La quieres?... Yo te la buscaré.... Te la doy para ti..., te la regalo....
Palabra del Dia
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