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En la escalera tropezó a Narcisa y la empujó, dejándola pegada a la pared, con la boca abierta. Atravesó la casa en una desalentada carrera, bajó al corral y a poco la portalada roja se cerraba con estrépito detrás de la niña de Luzmela. En pleno campo corrió sin tino, huyendo siempre....

Narcisa, menos asequible al disimulo y más altiva, se conformaba con demostrar, en aquellas ocasiones, una tolerancia benévola hacia Carmen, concedida con un aire de superioridad y protección llenos de majestad. Salvador era poco ducho en artificios de mujeres; todo sinceridad y nobleza, dejábase engañar fácilmente por las dolosas apariencias del buen trato que Carmen parecía recibir.

Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicas frases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela. Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero las soportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por el incomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.

Y como si tuviera mucha prisa, se despidió y repicó otra vez delicadamente sus botas por el pasillo. Salió entonces Narcisa de un escondite con su librote debajo del brazo y en la boca un surtidor de insolencias.

De antemano sabía que ibas a reirte, y he gozado con que juntos nos burlásemos un poco de las dos.... No tiene Narcisa ningún novio, ¿sabes?, y te querían a ti porque eres rico.

El furor de Narcisa volvió entonces a desbordarse ante la devota actitud de la muchacha, y de nuevo chilló a su madre con desatinadas veces. ¿No ves cómo se eleva? ¿No ves cómo se cree igual a nosotras? ¿Por qué le dices que es hija de tu hermano?... que estás «poseída»; que eres simple....

Aprovechó Narcisa aquel momento para darle con saña un empellón, y la niña fué a caer de rodillas cerca de una mesa, sobre la cual una lámpara vaciló, quebrándose. Es una loca dijo Narcisa, avenida de pronto con su madre en tranquila conversación. , una loca; hija de su padre había de ser repitió la señora.

Carmen estaba encantada, Narcisa furiosa, y doña Rebeca parecía abstraída en perplejidades y temores, con un aire lánguido de víctima, muy mal avenido con su figurilla inquieta y alocada. Sentía un enfermizo reblandecimiento de amor maternal hacia el marino, y veía avecindarse en torno suyo los iracundos celos de Narcisa.

Se dió a gritos doña Rebeca; Narcisa, ilesa, inventó un desmayo, y Julio iluminó con un destello de feroz alegría su vidriosa mirada. Andrés, creyendo que había herido a su hermana, improvisó un segundo acto melodramático, y aprovechando una iracunda mirada de su madre, fingió querer clavarse en el pecho un inofensivo cuchillo de postre.

Le seguía en edad la joven Narcisa, una muchacha de veinticinco años, ojizarca y endeble, melindrosa y no mal parecida. Ella era, en ausencia de Fernando, el mimo de la casa, el centro adonde convergían todas las atenciones y de donde partían todos los designios. Doña Rebeca, con hacer honor a su nombre, había sido toda sumisión y desvelo para malcriar a su hija.