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MANRIQUE. ¡Ángel mío! LEONOR. Huyamos, ... ¿No ves allí en el claustro una sombra?... ¡Gran Dios! MANRIQUE. No hay nadie, nadie... fantástica ilusión. LEONOR. ¡Ven, no te alejes; tengo un miedo! No, no... te han visto... vete... pronto, vete por Dios... mira el abismo bajo mis pies abierto; no pretendas precipitarme en él.

Ya puedo espirar. MANRIQUE y LEONOR MANRIQUE. Te encuentro al fin, Leonor. LEONOR. Huye; ¿qué has hecho? MANRIQUE. Vengo a salvarte, a quebrantar osado los grillos que te oprimen, a estrecharte en mi seno, de amor enajenado. ¿Es verdad, Leonor? Dime si es cierto que te estrecho en mis brazos, que respiras para colmar hermosa mi esperanza, y que extasiada de placer me miras. LEONOR. ¡Manrique!

En esta brillante jornada dieron heróicas pruebas el general Urdaneta, el coronel Florencio Palacios, el teniente coronel Manuel Manrique, los capitanes Campo Elias, Briceño, Ribas Dávila, Villapol, Mateo Salcedo y otros varios republicanos. Los soldados merecieron gracia de su jefe, que hizo de todos los mayores elogios en el parte detallado de esta brillante accion.

Tambien en este año concedió S. S. á peticion de los reyes católicos las facultades propias del inquisidor general á varios obispos, y entre ellos al de Córdoba, por estimar conveniente dar á Torquemada coadjutores. Murió el obispo D. Iñigo Manrique á 1.º de marzo en Ciudad Real.

Sus gritos horrorosos ya no sirvieron sino para sacarme de aquel enajenamiento mortal... abrí los ojos, los tendí a todas partes... la hoguera consumía una víctima, y el hijo del Conde estaba allí. MANRIQUE. ¡Desgraciada! AZUCENA. Había quemado a mi hijo. MANRIQUE. ¡Vuestro hijo! ¿Pues quién soy yo, quién?... Todo lo veo.

LEONOR. ¿Y me dejarás aquí? MANRIQUE y LEONOR MANRIQUE. Un secreto, Leonor... que vas a despreciarme; ya era tiempo... esa gitana, ésa, Leonor, es mi madre. LEONOR. ¡Tu madre! MANRIQUE. Llora si quieres; maldíceme porque infame uní tu orgullosa cuna con mi cuna miserable. Pero déjame que vaya a salvarla si no es tarde; si ha muerto, la vengaré de su asesino cobarde. LEONOR. ¡Eso me faltaba!...

Y siempre la tengo delante, y siempre con sus llamas que queman, que quitan la vida con desesperados tormentos. MANRIQUE. No más, no más. 5

En ella está enterrado un caballero de la familia de Aguayo y Manrique, que siendo marqués de Santaella y señor de Villaverde y los Galapagares, despreciando las vanidades y honores mundanos, se retiró al desierto y ermitas de la Sierra de Córdoba, donde vivió santamente con el nombre de Juan de Dios de S. Antonino, y murió en olor de santidad siendo allí hermano mayor, en febrero de 1788.

La última vez cerca del suplicio... allí me miró haciendo un gesto espantoso, y con una voz ahogada y ronca me gritó: «¡VéngameAquella palabra... no la puedo olvidar... aquella palabra se grabó en mi alma, en todos mis sentidos, y yo juré vengarla de una manera horrorosa. MANRIQUE. , ¿y la vengasteis... es verdad? Tendría un placer en saberlo. Mil crímenes, mil muertes no eran bastantes.

Son estas tres obras que exceptúo La Celestina, las Coplas de Jorge Manrique, y El Amadis, en su última forma definitiva. No seré yo de aquellos á quienes condena el Sr.