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Actualizado: 12 de junio de 2025
¡Ay, que he abierto el balcón! exclamó, comprendiendo la atrocidad que había cometido. ¡He abierto el balcón! Y lo cerró con sobresalto, como una monja que hubiera sorprendido abierta la reja del locutorio. Hermana dijo después, ¿sabe usted que he decidido no ayunar mañana? Hará usted bien: es usted una santa; pero no ayune usted tanto, señora: eso no es bueno.
Marquesa de Leiva. ¿Lo olvidarás?... ¡Dios mío! ¡Esas mujeres que pasan corriendo!... Sin duda los muy tunantes intentan deshonrarlas. Me voy... Toma, entra tú en el locutorio. ¡Para qué vendría yo a estos malditos barrios! Toma el ramo de flores contrahechas..., toma la carta, que darás a la Srta. Inés...; le dices que la Sra.
Me presento, pues, en el locutorio; apenas hube entrado en él, la señorita Pepita se precipita contra la puerta, la cierra, se vuelve hacia mí y me dice: «¡Lo sé todo, caballero...!» «¿Qué sabe usted, señorita...?» «Sé que usted me ama y no se atreve a decírmelo...» «¡Qué...!», exclamé yo. «Pues bien; ¡yo también le amo...!» Señora: si un rayo hubiera caído a mis pies, no me hubiese quedado más aterrorizado...
He aquí lo que la abadesa escribió debajo de una cruz, y de las tres iniciales de Jesús, María y José: «Mi venerado y respetado tío y señor: He recibido vuestra carta en el momento en que estaba en el locutorio en una doble visita con mi prima y con don Francisco de Quevedo.
Al poner el pie en el locutorio, que encontré lleno como una colmena, me sentí más aturdido que nunca por las tumultuosas confidencias de las jóvenes abejas. Elena llegó con los cabellos en desorden, las mejillas inflamadas, los ojos colorados y chispeantes; traía en la mano un pedazo de pan del largo de su brazo. Me abrazó con un aire preocupado: Y bien, hijita, ¿qué es lo que tienes?
¿No oyes? me dijo Gloria, mientras una sonrisa feliz se esparcía por su rostro . Son las niñas que están en récréation. ¿No te apetece ir a jugar a los aros o al volante? le pregunté riendo. Un poquito, no creas. Nos introdujeron en el locutorio, que era una gran pieza cuadrada y bastante clara, partida al medio por una reja.
El día mismo en que cesó la incomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo y substancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuando vio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figura hermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad. «Isidora, gran mujer le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones . Estás guapa.
La superiora meditó unos instantes; después le dijo: Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nada mejor que otra... Debes creerte la última, porque acaso lo serás... Hace tiempo que vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos a corregirte ese vicio... Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermana Isabel de tu falta y en seguida enciérrate en la celda a rezar un rosario a la Virgen... Después, cuando esté en el locutorio con la novicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para que la gente vea que estás castigada.
¿Pues no me lo recomendó usted aquel día que hablamos en el locutorio de las monjas con el obispo de Calahorra, cuando dijo usted aquello de San Dionisio Areopagita, que empieza ...? ¿A ver cómo empieza? ¿No se acuerda? ¿Pero no me recomendó usted ese libro De albigensium erroribus? Si me dijo usted que era lo mejor que se había escrito ... insistió el majagranzas del clérigo.
Bien; la hablaré, pero desconfío: por lo mismo, y como esta comisión es harto delicada, quiero que esté usted presente. ¡Yo!... de ningún modo. Hay un medio: en el locutorio puede usted estar a un lado de la reja sin que ella le vea. Eso es repugnante. Necesito que usted asista a esta grave conversación... compréndame usted y disculpe como debe mi franqueza. Pero yo confío ciegamente en usted.
Palabra del Dia
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