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Actualizado: 12 de junio de 2025
Acababa de entrar en el locutorio una monja como de veintiseis á veintiocho años muy morena, con un moreno impuro; casi sin cejas, con los ojos pequeños, redondos y grises, desmesuradamente larga la boca, los pómulos salientes y todas estas partes componiendo un semblante cuadrado, un conjunto desapacible, hostil, antipático; añádase á esto el hábito, la toca cerrada, el velo y la expresión monjuna, bajo la cual se encubría mal la soberbia, y se comprenderá que la madre Misericordia tenía un nombre enteramente contrario á su aspecto, eminentemente antitético con ella misma.
A ellos se debe que se conservara en las iglesias de España un poco, un poquito nada más, de buen gusto musical. ¡Y qué orquestas, según me contaba mi padrino, formaban los Jerónimos en sus conventos! Para las señoras era una gloria ir los domingos por la tarde al locutorio, donde encontraban a los buenos Padres, cada uno de los cuales resultaba un profesorazo instrumentista.
Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían á casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio á hablar de las llagas de San Francisco. Después hacían labor. Una vez al año visitaban á cierta condesa vieja que las conservaba alguna amistad á pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban á trío por espacio de dos horas, y después se acostaban.
La portera me dijo que esperara en el locutorio, y al poco rato de estar allí corrióse la cortina de éste y vi dos monjas. No sé cómo pude mantenerme en pie. Una de ellas era Inés.
Sin dejar de ser un palacio grandioso, un monumento colosal, tiene algo de la humilde casa de los Pilares, algo de la pobre barraca del Sena, del primitivo locutorio; algo de aquello que pasó para la arquitectura, que no ha pasado, que no pasará nunca para el espíritu del hombre; sobre todo, para el espíritu de los pueblos.
No me cabía duda, era ella misma: en su semblante, adelgazado y pálido, habían impreso terribles huellas los sesenta días de incesantes pesares transcurridos desde el 2 de mayo; pero la reconocí, a pesar de la escasísima luz del locutorio, y la hubiera reconocido en la obscuridad de las entrañas de la tierra.
Se dejan ver algunas religiosas en el locutorio; la puerta que está al lado de la reja se abre, y aparece LEONOR apoyada del brazo de JIMENA; las rodean algunos sacerdotes y religiosas LEONOR. ¡Jimena! JIMENA. Al fin abandonas a tu amiga. LEONOR. Quiera el cielo hacerte a ti más feliz, tanto como yo deseo. JIMENA. ¿Por qué obstinarte?
La carta del duque decía: «Mi buena y respetable sobrina: Personas que me sirven, acaban de decirme que han visto entrar á mi hija doña Catalina en vuestro convento y en uno de sus locutorios, y tras ella, en el mismo locutorio, á don Francisco de Quevedo. Esto no tendría nada de particular, si no hubiese ciertos antecedentes.
El señor Francisco Martínez Montiño. ¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera? Sí, señora, espera la contestación. Hacedle entrar, madre Ignacia. Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir. Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.
A más de ser abadesa de las Descalzas Reales, en cuya comunidad tenía la condesa mucha familia, era parienta suya. Cuando la condesa llegó al locutorio, la dijo la tornera: Será necesario que vuecencia espere; la madre abadesa está confesando en estos momentos. La condesa se mordió los labios, porque aquella detención la contrariaba.
Palabra del Dia
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