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¿Pues no me lo recomendó usted aquel día que hablamos en el locutorio de las monjas con el obispo de Calahorra, cuando dijo usted aquello de San Dionisio Areopagita, que empieza ...? ¿A ver cómo empieza? ¿No se acuerda? ¿Pero no me recomendó usted ese libro De albigensium erroribus? Si me dijo usted que era lo mejor que se había escrito ... insistió el majagranzas del clérigo.

Cierto día apareció sobre la puerta de éste un letrero que decía: Dirección. Perico se creyó en el caso de dar una explicación a su amigo. No extrañes lo del letrero, Miguel. Ya comprenderás que nada tienes que ver con eso... Pero los demás... El general me dijo que debía haber un cuarto reservado... Porque ya sabes... Vienen visitas... Bien, hombre, bien; no te apures, Majagranzas...

Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja á la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con su espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa; la Reina le echa fuerte reprimenda á nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquél es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín á la doncella.

«Digo, así -dijo Sancho-, que, estando, como he dicho, los dos para sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me siente será vuestra cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo que no ha sido aquí traído fuera de propósito.