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Actualizado: 8 de julio de 2025
No, mamá; interrumpió Gabriela ya te he dicho la historia de Angelina. El P. Solís nos la contó una noche. Esa joven es hija adoptiva del P. Herrera. ¡Ah que mamá! exclamó el corcovadito. ¡Qué memoria la tuya! Acuérdate, acuérdate.... El P. Solís contó la historia. Esa joven.... Calla, Pepillo; no hables de eso.... No son cosas de niños... dijo Gabriela.
Me asaltó el presentimiento de que Linilla no escribía por alguna otra causa, y, a decir verdad, me creía yo culpable, y me pareció que Angelina adivinaba que la señorita Gabriela le robaba mi amor. Linilla no me quiere; Linilla no me ama; Linilla desea olvidarme, pensaba yo.
Para todo hay tiempo.... Y dime: ¿qué tal es la señorita Gabriela? ¡Lindísima! ¡No tanto, hijo, no tanto! No es fea... ya me lo sé. Pero, ¿es buena, es simpática? ¿No es orgullosa ni altiva? Vamos: dime, dime.... ¡Antes la carta, tía; antes la carta de Linilla! ¡Paciencia, niño, paciencia! ¿Qué fugas son esas? Cualquiera diría.... ¿Qué diría? ¡Nada!...
Cierto es que la miserable condición de Pepillo, enfermizo y lisiado, explicaba muy bien los mimos y consentimientos de sus padres. Muchas veces les oí decir dolorosamente: Si este niño tuviera salud y robustez como esos chiquitines que pasan por ahí... ¡aunque fuésemos tan pobres como un mendigo! Pepillo era en aquella casa tristeza y dolor. Gabriela, felicidad y alegría.
La rubia Gabriela era franca, alegre, expansiva, y había en ella cierta sencillez infantil muy en harmonía con el azul violado de sus ojos y el áureo color de sus joyantes cabellos. Destrenzados, sueltos, atados con una cinta de seda, se me antojaban un haz de mies madura. Gabriela subyugaba las almas con la dulzura de su carácter, mejor que con su delicada y elegante belleza.
«Pero, ¿verdad, Rodolfo mío, que me amas, que me adoras, que sólo vives para mí? ¿No es cierto que me apeno sin motivo y que no tengo razón para estar celosa? Y aun cuando tú quieras a Gabriela o a cualquiera otra, ¡qué me importa! ¡Te amo, y con eso me basta!
Me refugiaba yo en el recuerdo de Angelina, como en un puerto salvador; me repetía una y mil veces cuanto ella me había dicho, sus palabras más tiernas, sus frases más doloridas, las expresiones que más hondamente habían penetrado en mi corazón, y cuando me creía victorioso y alardeaba de haber triunfado en mí mismo, la voz de Gabriela, el eco de su piano, el ruido de su falda, el aroma de sus vestidos, cualquiera cosa suya me hacía estremecer, y me sentía débil como un niño, impotente para resistir una mirada, la más indiferente, de sus ojos azules.
Poseía la blonda señorita, algo, o mucho, de la singular belleza de dos mujeres muy célebres y admiradas entonces: Adelina Patti y la Emperatriz Eugenia. Alta, delgada, esbeltísima, «ideal», como acostumbran a decir los poetas, en Gabriela se juntaban maravillosamente la frescura de una arrogante juventud y los encantos misteriosos de una belleza apacible y casta.
«Acaso lleguen a tus oídos ciertas murmuraciones de las gentes de Villaverde. Dicen que soy novio de Gabriela. Ya me imagino quién inventó eso. Las Castro Pérez que odian a la señorita Fernández, o Ricardo Tejeda que ha estado muy enamorado de la niña. Hoy me le hallé en la botica, y no me habló, ni siquiera se dignó saludarme.
Durante la cena hablé de Angelina, de su belleza, de la dulzura de su carácter, de su discreción, de sus habilidades y de lo mucho que todos la queríamos en casa. Gabriela acogió los elogios muy contenta, y repitió con entusiasmo cuanto yo decía.
Palabra del Dia
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