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Actualizado: 20 de junio de 2025
Puede que sea verdad lo que dice D. Evaristo.... Todas las noches la misma canción. Al fin, si se pone muy pesadito, no tendré más remedio que ir. Y no es flojo el paseo que tengo que dar, de aquí a Puerta de Moros...». ii Un lunes por la tarde, doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada. «Papitos, ¿quién ha venido?». Aquel señor de las barbas blancas.
Pero no se puede pasar en silencio la etapa aquella de la Puerta del Sol, en que Rubín tenía por tertulios y amigos a D. Evaristo González Feijoo, a don Basilio Andrés de la Caña; a Melchor de Relimpio y a Leopoldo Montes, personas todas muy dadas a la política, y que hablaban del país como de cosa propia.
Poco a poco se serenaron; don Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera: «Me parece que esto se arregla. ¡Cuánto me gustaría morirme dejándote en una situación normal y decorosa!... Bien veo que no es fácil que tu marido te sea simpático; pero eso no es inconveniente invencible.
Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín. «¡Eh, Jacinto, por Dios, una palabra! dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta . Por Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado... al pobre Villaamil, a ese que llaman Ramsés II». Está recomendado en una nota de indispensables. Conque más no puedo hacer.
¿Y no lo sabe?... ¡No se haga usted más tonta de lo que es! indicó D. Evaristo arrugando también su nariz. Pues nos haremos pléiticas dijo la señora de Rubín, ridiculizando la palabra para ridiculizar la idea. Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no quería molestar. Despidiose, prometiendo volver pronto.
Dispénseme usted, amigo D. Evaristo dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza . Estoy de limpia». Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.
«Hola, D. Evaristo dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano . ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur». Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós. Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan.
Evaristo Estenoz, hombre ambicioso y de muy elástica moral, producto acabado y típico de una gigantesca revolución ultrademocrática que trastornó por completo la vida social y política del país, encumbrando á los menos capacitados y hundiendo en las sombras del olvido los más brillantes talentos y los más sólidos prestigios; Estenoz, que sin estar dotado de verdadera inteligencia poseía la vivacidad característica del politicastro surgido de los comités de barrio, era tal vez entre todos los suyos, el único que aspiraba con toda sinceridad á obtener la derogación de la expresada ley, que inspirada acaso en el deseo de contener á los blancos, sólo ha servido, á juzgar por los hechos, para exasperar á los negros.
Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana». Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos.
«Por mi parte añadió D. Evaristo , haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella desea volver...». ¡Lo desea! exclamó Rubín, dejando caer el embozo. ¡Toma! ¿Ahora salimos con eso?
Palabra del Dia
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