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A los principios del ataque, la falta de precaucion de los que defendian el Castillo de Guansapata, ocasionó la desgracia de volarse el repuesto de pólvora, de cuyas resultas quedaron algunos muy maltratados, y fué preciso acudiese á su socorro el teniente de fusileros, D. Evaristo Franco, que con un piquete de esta tropa estaba de reserva en la plaza mayor, en atencion á que Urbina que le mandaba, habia quedado bastante lastimado, y con solos dos ó tres soldados capaces de la defensa.

Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como D. Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomole el pulso. «Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... ¡Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas.

A veces sentía D. Evaristo gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido antes, todas esas ignominias se habrían evitado... ¡Qué lástima, compañero, qué lástima!... Y lo más raro es que después de tanto manosear hayan quedado intactas ciertas prendas, como la sinceridad, que al fin es algo y la constancia en el amor a uno solo...».

Ballester se le llevó no sin trabajo, porque aún quería permanecer allí más tiempo y llorar sin tregua. Cuando salían del cementerio, entraba un entierro con bastante acompañamiento. Era el de D. Evaristo Feijoo. Pero los dos farmacéuticos no fijaron su atención en él. En el coche, Maximiliano, con voz sosegada y dolorida, expresó a su amigo estas ideas: «La quise con toda mi alma.

Precisamente en los días últimos del año, cuando ocurrió lo que ahora se cuenta, casi toda la suma estaba sin colocar, y la tenía la señora en su cómoda, esperando una proporción, que D. Francisco tenía en tratos con un señor comandante. La suma que poseía Fortunata en acciones del Banco, se conservaba en esta misma forma, porque así lo había dispuesto D. Evaristo.

Rompimiento... Le ha dado otra vez el canuto ese bergante decía D. Evaristo . Si no es más que eso, la trinquetada pasará. Despidiose hasta el día siguiente, y la dolorida se acostó diciendo a la criada mientras la ayudaba a desnudarse: «Honrada soy, y lo he sido siempre. ¿Qué?... ¿lo dudas ?».

La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil amarguras... ¡Ay, señor don Evaristo!

Retirose la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema: «Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padre-nuestro». Después le entró tos.

Don Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmerose ella en esto, y cuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo, planteándole la cuestión resueltamente. «Y también te digo una cosa.

Era Ramsés II, que venía en busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de al señor de Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa. Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga dijo D. Evaristo embozándose ; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.