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Juan Evaristo Segismundo, después que le trajeron de San Ginés, estaba tan guapote y satisfecho, cual si tuviera conciencia de su dichoso ingreso en la familia cristiana; y para celebrarlo, en cuantito llegó al lado de su madre, buscó la despensa y se puso el cuerpo que no le cabía una gota más de leche.
Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho de ver al filósofo otra vez allí. x «¡Demonio de chico! dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín . Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí.
Dice que le cargan los ingenieros...». Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café.
Moraleja: Lo que tenía que llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó. «Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por ti le dijo un día D. Evaristo tuteándola ya ; me propongo evitar el escándalo por ti y por mí.
Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada.
Se le nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida.
Todo lo que quise. Ya advertí que se preocupaba usted de mí. Una vez que me quedé sentada, por cansancio, vi que hablaba usted con Evaristo; el ciprés se dirigió en seguida hacia mí y me invitó a bailar. Yo se lo agradezco a usted... Estás equivocada. Fue iniciativa suya. Tú no necesitas que la dueña de casa se ocupe de tí, porque siempre estás solicitada. Lo dice usted por consolarme.
Feijoo le habló dentro del coche con paternal cariño; pero ella no contestaba de una manera completamente acorde. De pronto le miró en la oscuridad del vehículo, diciéndole: «¿Y tú, quién eres?... ¿A dónde me llevas? ¿Por quién me has tomado? ¿No sabes que soy honrada?». ¡Ay, Dios mío! murmuró el buen D. Evaristo con hondísimo disgusto . Esa cabeza no está buena, ni medio buena...
Cuando entró Fortunata, el juego del hilo y de la pelota estaba suspendido, por ley de variedad, y D. Evaristo tenía en la mano su bilboquet, saltando la bola, y acertando muy raras veces a clavarla en el palo. Dos o tres gatitos blancos con manchas grises enredaban sobre el buen señor.
Secretario: D. Ricardo Gómez Martínez. Visecretario: D. Antonio Aparicio Sánchez. Tesorero: D. Evarísto Diez Hernández. Conciliario Eclesiástico: D. Juan Caballos Pérez.
Palabra del Dia
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