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Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro, gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el indiano, acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con enorme sacramento de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de paja con cinta de lana roja.

La sopera, llena hasta los bordes, era poco menor que un barreño; las fuentes del potaje podían servir de barcas en caudaloso río; el primer principio se componía de más de media arroba de carne guisada; y cuando llegó el gallo en pepitoria, héroe del banquete, acompañábanle, para hacerle honor, cuatro capones.

Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada.

Acompañábanle media docena de guardias municipales, un alcalde de barrio y hasta diez o doce hombres de mala catadura, provistos de grandes garrotes, que parecían por las trazas pertenecer a la por aquel tiempo famosa partida de la porra. Guardáronse todas las puertas, quedando franca para todo el mundo la entrada, prohibida para todos la salida.