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Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación... ¡Ah! Sr. D. Evaristo, a no me la da usted... Usted es muy tunante y las mata callando... Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.

¡Buen par de chiflados estáis los dos! dijo para D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio. ¡Dale, bola!... replicó Maxi . Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me reconozco como tal yo en todos mis actos? No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.

Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza.

La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido.

Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra.

Como lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de D. Evaristo González Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese loca. ¿Qué salida tenía fuera de la propuesta por él?

Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armose igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.

«Mire usted, compañero le dijo con reposado acento ; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, ¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...». Era un suponer, D. Evaristo manifestó Rubín desdiciéndose.

«¿Qué hay? dijo D. Evaristo mirándola de un modo que parecía indicar agradecimiento de las caricias que al micho hacía . ¡Ah!, ese es el más tunante de todos... ¡Sabe más...!, ¡y tiene más picardías! Conque a ver, chulita, ¿qué hay?». Fortunata no sabía cómo empezar.

Todo esto era muy bonito y muy tierno; pero la leche no parecía, por lo cual Juan Evaristo no se daba por satisfecho con aquellas expresiones de tan poco valor en la práctica.