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Entonces la joven, arrebatada de gloria y entusiasmo, se abrazó a las rodillas del Señor y las inundó de lágrimas, diciendo entre sollozos, como la esposa del texto sagrado: Mi alma se ha derretido cuando habló mi amado. Y poco a poco sus brazos, anudados al cuerpo de Jesús, fueron subiendo hasta estrecharle el cuello.

Contaba ingenuamente que había experimentado una simpatía mediocre por aquel ser pálido y moribundo, pero que le había amado más de día en día a medida que le veía volver a la vida. Había acabado por ser su amigo íntimo el día en que pudo estrecharle la mano sin hacerle gritar. Fue lo mismo para Germana.

El socio de Tennessee sobrellevó sencilla y pacientemente, según su costumbre, la pérdida de su mujer; pero la sorpresa de todo el mundo fue cuando, al volver un día Tennessee de Marisvilla sin la mujer de su socio, porque ella, siguiendo su costumbre, se había sonreído y marchado con otro, el socio de Tennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamente los buenos días.

Al punto comprendí que se había mandado detener la marcha del Trinidad para estrecharle contra el Bucentauro, que venía detrás, porque el Victory parecía venir dispuesto a cortar la línea por entre los dos navíos.

Con tal convicción se expresaba Antoñita, que Amaury comprendió que por el momento, al menos, era inútil hacer ninguna objeción; así, que se limitó a estrecharle la mano en silencio, con ternura, porque amaba a Antoñita con cariño de hermano. Pero la joven retiró la mano con rapidez, y Amaury volvió la cabeza, sospechando que algún motivo debía tener para ello.

Seguro de apresarla en totalidad, ya porque quisiera hacerlo con menos efusión de sangre, ya porque pensara estrecharle poco á poco, se contentó con asegurar la boca del canal, dejando descansar á sus tripulaciones; y en tanto, el inteligente corsario con las suyas y el refuerzo de 2.000 trabajadores, generosamente pagados, abrió canal por donde no lo había.

Tampoco tuvo en la prensa todo el éxito que mereció la casi augusta solemnidad con que el buen marqués de Montálvez desempeñó su papel en la fiesta, particularmente durante el breve rato que conversó aparte con el presidente del Consejo de Ministros, y cuando, después de estrecharle reverentemente la mano le dijo algunas palabras al oído el Capitán general de Madrid, vestido de gran uniforme. ¡Oh, qué actitudes y qué mímica las suyas en aquellas dos singularísimas ocasiones! ¡Qué bofetón más sonoro para «los hombres de Gobierno» que todavía le regateaban la credencial de senador! ¿Dónde hallarían ellos para ese cargo otro viejo más distinguido, más serio, más limpio, más planchado, más opulento, ni más adaptable por su tipo al grave ceremonial del «alto Cuerpo Colegislador»?

Tomada esta resolución, y confirmándome mi desmejorada cara en mis pensamientos lúgubres, pensé que sería correcto y conveniente advertir al cura, y que por otra parte no podía morir sin estrecharle la mano. Bien determinada a ello, entré una mañana en el despacho de mi tío y le pedí permiso para ir al Zarzal. Más vale escribir al cura que venga, Reina. No podrá, tío; nunca tiene un céntimo.

Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.

Zakunine parecía sordo y ciego, no reconocía a las personas que se le acercaban, que intentaban estrecharle la mano, ni oía las palabras de pésame, las frases de dolorida simpatía que le dirigían. Tampoco las respuestas de los criados arrojaban mucha luz sobre el suceso.