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Actualizado: 12 de junio de 2025


Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.

Por lo general viene a Madrid recomendado a D. Aureliano Fernández Guerra o a Barrantes, a quienes admira de buena o de mala fe, que eso no importa, y les lee unos cuantos sáficos adónicos y algunas espinelitas: los académicos se dignan decirle que es muy «donoso y maleante», y que sus composiciones están llenas de «sentencias briosas y sales irónicas». Abroquelado con este juicio nuestro mosquito, da algunas lecturas en la Juventud Católica y publica varios fragmentos en La defensa de la Sociedad, hasta que, por consejo de sus amigos académicos, deja repentinamente de zumbar.

Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro. Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco.

En medio, pues, de esta familia universal se destacaba el tío Frasquito, hacía medio siglo, viendo desfilar generaciones y generaciones, legítimas o espurias, de sobrinos y sobrinas que nacían y crecían, se casaban y multiplicaban, se morían y se pudrían, sin que, abroquelado él tras el corsé apretadísimo que sujetaba las insolentes rebeldías de su abdomen, hubiese pasado jamás de los treinta y tres años; los suyos, semejantes a las semanas de Daniel, eran años de años, aunque más complacientes que aquellas, se alargaban o encogían según demandaban las circunstancias.

Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba.

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