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¿De qué me da las gracias este tunante? dijo el cocinero mayor todo hosco y espeluznado de indignación ; ¿quién ha permitido á este lobezno, á este hereje, á ese malhechor que entre en la cocina? La señora Luisa ha venido con él esta mañana, y nos había dicho que vuesa merced le perdonaba. ¡Ah! ¡mi mujer ha venido... con éste!

Aquí igualmente se veía el germen del mercader de arrugado ceño, barba gris y rostro devorado de inquietud, en el joven dependiente, lleno de viveza, que va adquiriendo el gusto del comercio, como el lobezno el de la sangre, y que ya se aventura á remitir sus mercancías en los buques de su principal, cuando sería mejor que estuviera jugando con barquichuelos en el estanque del molino.

Pero Hugo rechazó con una blasfemia la mano que le tendía Roger y en su rostro se dibujó una expresión de odio. ¿Es decir que eres el lobezno de Belmonte? Debí figurármelo y reconocer en al novicio hipócrita que no se atreve á contestar á la injuria con la injuria, sino con melosas palabras.

Facundo se detuvo en Pavón a ponerse de acuerdo con los demás jefes. Los tres más famosos caudillos están reunidos en la pampa: López, el discípulo y sucesor inmediato de Artigas; Facundo, el bárbaro del interior, y Rosas, el lobezno que se está criando aún y que ya está en vísperas de lanzarse a cazar de su propia cuenta.

Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba.

A él le olía a pólvora el tal galanteo, y esto lo afirmaba con una sonrisa de orgullo, que hacía brillar la blancura de sus dientes de lobezno en el óvalo obscuro de la cara. Ninguno de los pretendientes adelantaba sobre los demás. En dos meses que llevaban de noviazgo, Margalida no había hecho más que escuchar, sonreír y responder a todos con palabras que turbaban a los atlots.