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Y no se engañó, que don Baltasar de Peralta era, que hallando al paso del tumulto por el corredor aquella puerta franca, creyendo que al aposento de doña Guiomar daba, en él entrose, y en mal hora por cierto, que ciego Cervantes de dolor y de rabia, a él se fue omnipotente, de tal manera, que apenas se chocaron las espadas, al suelo vino difunto de una estocada en el corazón don Baltasar, cayendo tal vez, porque Dios lo quiso, junto a doña Guiomar, y tan cerca, que la sangre que de su pecho corría fue a mezclarse con la que del inocente pecho de doña Guiomar había salido.

Señor, peino mis cabellos péinolos con gran dolor, que me dejéis a sola y a los montes os vais vos. Esa palabra, la niña no era sino traición. ¿Cuyo es aquel caballo que allá bajo relinchó? Señor, era de mi padre, y enviáralo para vos. ¿Cuyas son aquellas armas que están en el corredor? Señor, eran de mi hermano, y hoy os las envió. ¿Cuya es aquella lanza, desde aquí la veo yo?

Detuviéronse en cierta calle, tan solitaria como sucia, frente a una casa de pobre apariencia con tosco corredor de madera. Pablito miró a todos lados por precaución, y dejó escapar un silbido suave y prolongado con la maestría que le caracterizaba en este ramo del saber humano. Después dijo mirando con inquietud al farol que ardía unos cincuenta pasos más allá: ¡Si pudiéramos apagar ese farol!

Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas. Quien eche a Lucero los calzones encima dice mi padre , ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y le echarás calzones encima dentro de poco.

Al fin su voz clara y perlada. Salió al corredor con su hijo y ambos se divirtieron un rato en extender las manos para recibir en ellas los hilos de agua que caían del techo, secándose después con el pañuelo. ¡Qué aspecto infantil tan encantador toma á veces!

Ya no me esperaba en el corredor a la hora en que lavaba las jaulas y regaba las flores, y si allí la sorprendía yo parecía más atenta a los quehaceres domésticos que a mi conversación. ¿A dónde va usted? me decía. Ya es tarde ¡Pronto, pronto! ¡A pasear! Si ha de volver usted para desayunar... ¡a la calle! Así me despedía.

Silencio lúgubre, no interrumpido por ruido alguno, reinaba en la casa. Parecía que todos dormían: él tan sólo velaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algún alivio el aire fresco de la noche, se paseó allí mucho tiempo. Dieron las nueve, las diez, las once.

Vivía en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al corredor.

Había salido aquél y el agente iba a retirarse cuando vio en el corredor la figura de Clara que se asomaba para ver quién era la visita. Sólo venía, señora le gritó desde la puerta , a dar las gracias a su marido por el buen concepto que le merezco... Ha sido una equivocación según creo respondió Clara toda turbada.

Así que hice esta pregunta, me quedé sorprendido, confuso. ¿Para qué quería yo al administrador? Siga usted adelante, suba usted por aquella escalera, tuerza a la izquierda, siga usted el corredor, tuerza a la derecha, suba otra escalerilla, y allí enfrentito tiene usted su despacho. De todo aquello no me hice cargo sino de que siguiera adelante. Y seguí. Vi una escalera y subí por ella.