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Dejamos mi relato, señor Miguel de Cervantes, en el lugar en que, habiendo abierto Lisarda el postigo, entrose por él don Baltasar de Peralta, y en aquel mismo momento, y antes de que el postigo se cerrase, metiéronse por él espada en mano mi padre y su primo Francisco de Rivalta, que este era el nombre de mi difunto marido.

Buscó la justicia a los homicidas, diose por vencida no hallándolos, y mediando los ruegos y las dádivas de Francisco de Rivalta, se echó tierra sobre los muertos, y con ellos se enterró para mi madre el secreto de la muerte de su esposo, a quien en Nápoles creía.

Un labrador que tenía en arrendamiento una de mis haciendas, y cuya mujer estaba criando, a su cargo tomome; y libre ya del cuidado mío, mi pariente, Francisco de Rivalta, por el mundo se fue a buscar, ardiendo en saña, al causador de tanta desdicha. Era él joven aún, graduado en letras humanas, en leyes y en sagrada teología y cánones, y como he dicho, alcalde del crimen en Sevilla.

Desesperado ya Francisco de Rivalta, mi pariente, al ver que por cerca que hubiese tenido a don Baltasar de Peralta, nunca ponerse delante de él había logrado, volviose a su casa de Sevilla, y encomendó a la Providencia de Dios el castigo de nuestro contrario; y pasó él tiempo cuidando él mi hacienda, y yo criándome, y habiendo yo cumplido seis años y él treinta, vínose al pueblo, sacome del poder de los honrados labradores que me habían criado, y púsome en las monjas de Santa Clara, y al cuidado de dos tías, hermanas de mi padre, que allí eran señoras de piso.

Hallose Francisco de Rivalta, cuando se perdió en las oscuras y revueltas callejuelas don Baltasar de Peralta, a mucha distancia del lugar de la tragedia, y vino sobre , y pensó en lo que le acontecía, y vio que si a la justicia daba parte, y por ello pruebas de haberse hallado en el lance, le prenderían, y prendiéndole le impedirían el tomar venganza y justicia, como el quería tomarla por su mano, de don Baltasar de Peralta; y fuese para su casa, entrando en ella recatadamente, como había salido con mi padre, por un postigo.

Callábase todavía Francisco de Rivalta, porque tenía, y con razón, por más cruel para mi madre la verdad que la duda; y asistíala, que adolecido había mi madre gravísimamente de tristeza, y agravábase y amenazaba irse por la posta, acabada por el insoportable dolor de su desventura.

Huyó espantado del suceso don Baltasar de Peralta, y mi pariente Francisco Rivalta salió tras él, siguiéndole sañudo y loco, y sin poder alcanzarle, que no hay quien alcance al que huye llevando el pavor en el alma.

Desaparecido había también don Baltasar de Peralta, como gota de agua que cayó en la mar, y Francisco de Rivalta no le buscaba, porque le obligaba la asistencia a mi doliente madre, que al fin halló el remedio a su desventura en la muerte. Detúvose al llegar aquí doña Guiomar; el corazón se la había oprimido, y las lágrimas, que en vano quiso contener, rompieron por sus hermosos ojos.

Siguiose a esto una conversación, por la que el desdichado don Francisco de Rivalta vino a convencerse de que yo con él sin amor me había casado, y aun sin saber Lo que el amor y el casamiento fuesen, y de esto provino que, dando un profundo suspiro, me dijo: Siéntolo, porque si mañana os prendareis de alguno, amarle no podréis, sin ofensa a Dios y sin menoscabo de la vuestra y de mi honra; pero yo juro, que si alguna vez solamente inclinada a prendaros de alguien os conociere, con mi muerte os dejaré libre, para que podáis ser dichosa.

Callose don Francisco de Rivalta, que bien pudiera haber patentizado la verdad; pero como la honra, de mi madre quedaba a salvo, y venganza quería tomar por su mano de don Baltasar de Peralta, guardó el secreto.