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No correspondía, sin embargo, la animación y la algazara al número y al lujo de aquella muchedumbre; marchaban los paseantes con esa curiosidad más ávida mientras más medrosa, que inspiraba siempre un espectáculo peligroso; con esa curiosidad propia del cobarde que espera oír a cada momento el estampido de un arma de fuego.

Esta palabra fue muy funesta para la Monarquía, árbol a quien no le valió ser más antiguo que los castaños, porque también me le descuajaron e hicieron leña de él. Al pasar del Retiro a las calles, los paseantes recobraban su compostura. Iban delante los niños dándose las manos.

Pobretería era el uno, honradez el otro. Si los saltaba, ¿adónde iría a caer?... Observando en la semioscuridad del Prado la procesional marea de paseantes, veía pasar algunas personas, muy contadas, que atraían la atención de su exaltado espíritu. El farol más próximo les iluminaba lo bastante para reconocerles; después se perdían en la sombra polvorosa.

Era un buen ejemplar de aquella juventud ociosa, dueña de todo el país. Apenas habían llegado los dos paseantes a las primeras casas de Jerez, cuando el carruaje de Dupont, rodando vertiginosamente a impulsos de las briosas bestias, que corrían como locas, estaba ya en Matanzuela.

Su vieja jardinería le recordaba los parterres de la Moncloa, pero más solitarios, más campestres, sin encontrar en sus avenidas otros paseantes que algún chicuelo del barrio con el cántaro al hombro. Además, le alegraba el canto perpetuo del chorro cayendo desde el caño dorado en un tazón de cuatro círculos.

Bien puede ser que alguno haya hecho surgir en nosotros la primera idea inicial de este viaje con una lectura que ya no recordamos... Isidro, que al mismo tiempo que escuchaba a su amigo seguía con los ojos el curso de los paseantes, le tocó en un codo, interrumpiendo sus palabras. Mire usted a la sin par Nélida.

Los niños rubios habían desaparecido de las ventanas; los paseantes, cada vez más escasos, transitaban por el exterior con el busto inclinado, llevándose una mano a la gorra y ladeando la cara para defender los ojos y las narices de algo molesto; los velos femeniles crujían lo mismo que banderas o se elevaban en espirales de color, manteniéndose rebeldes a las manos enguantadas que pretendían aprisionarlos.

El mar producia al pié de las murallas sus formidables chasquidos, lanzando nubes instantáneas de espuma, miéntras que centenares de paseantes vagaban por en medio de las arboledas y los lindos jardines de la «Alameda», casi bajo los balcones y las celosías de las espléndidas casas que dominan los malecones y terraplenes.

Y éste continuo Simoun tocando familiarmente en el hombro á Su Excelencia, éste me pagará cinco tantos, un vale por cinco días de carcel; un solo, cinco meses; un codillo, orden de deportacion en blanco; una bola... digamos una ejecucion espedita por la Guardia Civil mientras se le conduce á mi hombre de un pueblo á otro, etc. El envite era raro. Los tres paseantes se acercaron.

Era un recogimiento de iglesia, impregnado de misterio, un silencio grave, poético, solemne, y parecía sacrilegio turbarlo con una frase o un ademán. Los paseantes comenzaban a retirarse, y el leve crujido de la arena revelaba sus pasos lejanos.