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Y no se quejó, sino que dijo así: «Pues por eso, hijos míos, os tengo de defender más, porque os tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para agradecer.» Y los indios, llorando, se echaron a sus pies, y le pidieron perdón. Y, entró en Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados de arcabuz y cañón, como para ir a la guerra.

Entre estos dos rios, esto es, entre el Diamante y el de San Pedro, habitan unos indios llamados Diamantinos, gente de que los mas de ellos son cristianos, que se huyeron de los pueblos españoles, por las violencias de los encomenderos. Son estos indios muy labradores, y serán en número de 400.

Pero disgustados muchos de los suyos con Nuflo de Chaves por esta causa, se volvieron á su tierra. Los que se quedaron en Santa Cruz, con su afabilidad y buen trato ganaron la voluntad y afecto de los paisanos, y dividiéndolos en encomiendas les obligaron á que cada año diesen á los encomenderos algún poco de algodón y algunas vituallas en señal de vasallaje.

Casi a escondidas tuvo que embarcarlo para España el virrey, porque los encomenderos lo querían matar. El se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin cansarse, a los noventa y dos años. La última página

Si iba a ver al rey, se encontraba la antesala llena de amigos de los encomenderos, todos de seda sombreros de plumas, con collares de oro de los indios americanos: al ministro no le podía hablar, porque tenía encomiendas él, y tenía minas, o gozaba los frutos de las que poseía en cabeza de otros. De miedo de perder el favor de la corte, no le ayudaban los mismos que no tenían en América interés.

Y los oidores le decían: «Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia»: se echaban el ferreruelo al hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del país, y tenían buen vino y buena miel de Alcarria.

Los religiosos de entonces, queriendo fundar su dominio en el pueblo, se acercaban á él y con él formaban causa contra los encomenderos opresores. Naturalmente, el pueblo que los veía con mayor instrucción y cierto prestigio, depositaba en ellos su confianza, seguía sus consejos y los oía aun en los más amargos días.

Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en cara a los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba a palacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales; esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con las manos a la espalda, para decirles que venía lleno de espanto, que había visto morir a seis mil niños indios en tres meses.

Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados, todos armados, contra un viejo flaco y solo.

La reina, allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero los encomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas. «Yo, he visto traer a centenares maniatadas a estas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a las ovejasFue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror, porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlos de leñas a las quemazones de los taínos.