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¿Espejo y despejo? ¡Bueno! Ya con cuidado me habláis, 1325 Porque en efeto os parezco Mujer que os puedo entender. Pues yo os prometo que puedo; Pero el estar enseñada Á oir vocablos groseros 1330 De un indiano miserable: « por esto, vuelve presto, Esto guisa, aquello deja, ¿Limpiaste aquel ferreruelo? por nieve, trae carbón, 1335 Esto está sin sal, aquello Sin agrio, llama á ese esclavo,

Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca. Paréceme que huís, caballero dijo el duque. Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.

La voz suena respetuosa y tímida, pero sus manos y sus ojos son confianzudos y tiernos. Habla con ella lo mismo que si fuese una comadre llorosa de su barrio, abrumada por una noticia fatal. Decididamente la guerra ha trastornado todas las organizaciones. Los socialistas son ministros y los viejos obreros revolucionarios acarician las manos de las duquesas que lloran. Nos aproximamos á la frontera italiana. Veo el chamberguito con pluma de gallo y el ferreruelo gris de los cazadores alpinos. El tren refrena su marcha ante las primeras casas de la estación de Mod

¿Dónde vais, caballero? dijo á Quevedo un criado de escalera arriba. Quevedo no contestó, y siguió andando. ¿No oís? ¿dónde vais? repitió el sirviente. ¿No lo veis? voy adelante contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo. Perdonad dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.

Se vio correr a un alguacilillo, con su teja emplumada y el ferreruelo flotante, por detrás de la barrera, hasta llegar cerca de donde estaba el toro. Allí, dirigiéndose a Gallardo, avanzó una mano cerrada con el índice en alto. El público aplaudió. Era el primer aviso.

Y Quevedo se embozó perfectamente en su ferreruelo, se sentó en un sillón, apoyó las manos en sus brazos, reclinó la cabeza en su respaldo y extendió las piernas, después de lo cual quedó inmóvil y en silencio. El lacayo que guiaba á Juan Montiño le llevó por un corredor á una gran habitación donde, sobre mesas cubiertas de manteles, se veían platos de vianda.

Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó en su ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzaba por la antecámara. Al ver el maestresala que se le venía encima una figura negra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió un paso atrás. No soy dueña dijo Quevedo. ¿Qué queréis? dijo el maestresala con acento destemplado.

Luego colgó de ella su ferreruelo, á fin de que no pudiera verse nada desde afuera, y miró si había alguna rendija. La puerta era nueva y encajaba bien. Henos aquí metidos en un paréntesis dijo don Francisco. Lo que es yo, me encuentro en un paréntesis de mi vida.

Os habéis enlodado; id á mudaros á vuestra casa. Allí encontraréis á Juan Montiño... id con él acompañada á la comedia. ¡A la comedia! ¡Trabajar, fingir, con el corazón lleno de lágrimas! ¡y mostrarme serena y reir! Esa es la vida: sed una vez cómica... aprended á serlo, qué os importa. Este es vuestro manto... cubríos bien, hija. Este mi ferreruelo. ¿Os habéis cubierto? .

Capas negras y pardas, sombreros de copa alta absurdos, horrorosos... todo triste, todo negro, todo desmañado, sin expresión... frío... hasta D. Álvaro parecíale entonces mezclado con la prosa común. ¡Cuánto más le hubiera admirado con el ferreruelo, la gorra y el jubón y el calzón de punto de Perales!... Desde aquel momento vistió a su adorador con los arreos del cómico, y a este en cuanto volvió a la escena le dio el gesto y las facciones de Mesía, sin quitarle el propio andar, la voz dulce y melódica y demás cualidades artísticas.