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Lo mismo era aproximarse Osuna, que ya estaba la casta jamona sofocada, inquieta, un color se le iba y otro se le venía. Pero era tal la vergüenza que sentía, que no hubiera declarado a su mismo padre las insinuaciones del sucio contrahecho. ¡Qué diferencia entre este indecente y el sereno, majestuoso y romántico D. Juan Casanova!

Cuando la tenía suspendida a media vara del suelo, sintió ruido en la puerta. Volvió la cabeza aterrado, y un grito ahogado de vergüenza se escapó de su garganta. A la puerta estaban Osuna, D. Martín de las Casas y D. Peregrín Casanova. ¡Ya cayeron los tórtolos! gritó D. Martín con voz estentórea. El P. Gil dejó caer de nuevo a la joven y retrocedió, mirándoles con ojos de espanto.

Si hemos sido esclavos hasta ahora de otro pueblo que no vale lo que el nuestro, ya hemos roto nuestras cadenas. ¡Salid a los balcones, bellas peñascas! ¡Salid a los balcones y arrojad flores sobre nuestros ilustres huéspedes! ¡Salid! ¡Salid!» D. Juan Casanova había ganado mucho en emoción, en calor, durante esta tirada. La voz salía temblorosa, ronca.

En un momento de silencio, D. Juan Casanova, que tenía la cabeza inclinada hacia un lado, sin duda por el excesivo peso del cerebro, la descargó algún tanto, diciendo con su acostumbrada solemnidad: Eloisa, hoy he hallado a su hermano Álvaro en el paseo de la Atalaya. Llevaba un pantalón de cuadros. D.ª Eloisa suspiró, como siempre que se tocaba el punto de su hermano.

Sobre cada uno de los pesebres, llamados palcos, colocaron dos banderas nacionales cruzadas; una guirnalda de laurel las iba enlazando todas graciosamente. Fue idea de D. Peregrín Casanova, que también había presidido un banquete en el teatro de Tarragona en los quince días que gobernó aquella provincia.

Lo mismo hicieron Rita, Obdulia, que desde hacía poco tiempo era tertulia asidua de la casa, Marcelina y también Serafina Barrado, a pesar de la mirada oblicua que le dirigió su capellán D. Joaquín. Marciala y Filomena se hicieron las distraídas hablando con D. Peregrín Casanova, y saludaron al fin desde su asiento con sonrisa halagüeña.

Esto, en concepto de D. Peregrín, no procedía más que de la estatura. En efecto, D. Juan Casanova era hombre alto y seco, de rostro aguileño, ojos grandes de párpados caídos y mirar imponente, calva venerable, cortas patillas blancas y marcha acompasada y majestuosa.

Entre las trufas literarias de Brantôme, de Casanova y de otros del género, Bossuet y Massillon, conservaban la gravedad de las hileras: en las letras, De Laharpe, M. de Bonald, Fontanes y Chateaubriand, daban la nota grave del imperio, mientras que al lado, en ediciones monísimas, brillaban todas las perfumadas indecencias pornográficas del día.

D. Peregrín Casanova, persona que hacía viso en la villa, y que hasta entonces había guardado rigurosamente la ley en todas las solemnidades, lo mismo profanas que religiosas, tenía ahora metidas en los riñones las rodillas de otro bípedo racional de seis pies de alto, lo cual le producía algunos movimientos convulsivos en el epigastrio y un vivo desasosiego acompañado de sudor copioso.

Estaba escoltada por los dos hermanos Casanova, que la habían acompañado en unión de la doncella. Continuaban disputándose su corazón, con empeño rabioso por parte de D. Peregrín, con noble y severa tranquilidad por la de D. Juan. En este certamen de amor la virtuosa y madura señorita padecía mucho, por creerse culpable de las reyertas que a lo mejor estallaban entre los dos hermanos.