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Unos, como el corregidor y los inquisidores, en castigo de haberse quitado la gorra ante la cabeza cortada de Bracamonte; otros, como San Vicente y el alférez, por la rabia de los celos; y los demás, por el envidioso temor de verle escalar los más altos honores. ¿Cómo explicar si no, la insistente acusación de complicidad con los moriscos? ¿Quién podía pensar de veras, que un hombre de su casta fuera capaz de semejante atentado contra Dios, contra el reino, contra su propia honra?

Ramiro miraba hacia uno y otro lado por ver si hallaba algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fue a rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba a su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.

Los demás, sobre todo los hombres de iglesia, bajaban los ojos e inmovilizaban el semblante. A la menor interrupción no faltaba quien entremetiese otro asunto. Cualquier futileza era bien recibida, con tal que evitara, a los más, la inquietud de aquel verbo incendiario de Bracamonte que agitaba las más graves cuestiones, a modo de encendida antorcha que golpeara a lo largo las añejas colgaduras.

A veces la carraspera le dificultaba el discurso; acercábase entonces a alguno de los braseros y espectoraba sobre las ascuas. Su grande amigo don Enrique Dávila, señor de Navamorcuende y Villatoro, escuchábale absorto y vibrante, con las pupilas inflamadas por la pasión, acabando casi siempre por dejar el asiento y plantarse a pocos pasos de Bracamonte, como hechizado.

A don Diego de Bracamonte, a don Enrique Dávila y al licenciado Daza Zimbrón se les condenaba a ser degollados. El cura de Santo Tomó Marcos López sufriría privación del sacerdocio y beneficio, confiscación de la mitad de sus bienes, diez años de galeras y destierro ad vitam; el escribano de número Antonio Díaz, azotes, diez años de galeras y el mismo destierro.

Señor Canónigo: «Comenzadas acaballas» replicole el señor de Navamorcuende, completando el conocido lema que llevaban las armas de su familia. Minutos después entraba Bracamonte. ¿Qué nueva? preguntole don Enrique, dejando el asiento.

Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban a Santa Catalina, a los Santos Mártires y a la Santísima Virgen.

Por ella supo don Alonso que, en la tarde del 21 de octubre, un hato de ministros de justicia había invadido su mansión, penetrando en todas las cuadras, revolviendo armarios y arcones, descajonando hasta el último escritorio y concluyendo por llevarse un gran fajo de papeles y un sello de amatista con las armas de Bracamonte.

Siguió hablando de esta guisa, yendo y viniendo. Ramiro le escuchaba atentamente, seducido por la inesperada emoción de aquella catilinaria que, con decir todo lo contrario de lo que vociferaba en sus discursos Bracamonte, exaltábale, asimismo, de modo heroico y soberbio. Un criado trajo la primera vianda.

Sin embargo, pocos días después de la ejecución de Bracamonte, y no sin prevenir de antemano al Corregidor, marchose don Alonso para Madrid, con el propósito de pedir amparo a su amigo el Conde de Chinchón y arrojarse a los pies del soberano protestando de su inocencia. Felipe Segundo se hallaba todavía en El Escorial, y don Alonso prosiguió su viaje con una carta del Conde.