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Ahí está el germen de una alta obra moralizadora. ¡Qué lastima! Esa bohardilla, ese joven pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la dama del mirador... y pasan días, y la mira... y pasan noches, y la mira... ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y esa dama misteriosa... yo no diría quién era hasta el trigésimo capítulo.

Alberto Glatigny era hijo de un carpintero. A los quince años tropezó en la bohardilla de la casa paterna un volumen, roído de polillas y medio deshecho, de las «Obras completas» de Ronsard, y aquel libro, cuyos versos se acostumbró á recitar en voz alta, fué para su alma temprana una revelación.

En el principal vivía, al comenzar este relato, un pañero, contratista de vestuario de presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además teniente de Voluntarios de la Libertad, como entonces se llamaba a los milicianos nacionales, y se recogía de noche en la bohardilla un matrimonio, sospechado de no serlo, que pasaba el día en los soportales de la calle de Toledo labrando cucharas de palo y vigilando un puesto en que se vendían ligas, bolsillos de punto, castañuelas, navajas y tinteros de cuerno.

Muchos conocidos visitaron al recién llegado, y aquel mismo día tuvo éste ocasión de hacer una obra de caridad, mejor dicho, de aprobarla y sancionarla, pues ya estaba hecha condicionalmente por su esposa. Sola había cedido gratuitamente la bohardilla de la casa a las señoras de Porreño, en quienes la rancia nobleza no fue parte a poner un dique a la invasora miseria.

Su hijo había entrado en el primer período de convalecencia y había sido asistido cuidadosamente por sus amigos, los cuales se hallaban a su lado en la pequeña bohardilla que le servía de habitación. Su alegría fue inmensa y pronto olvidó las malas impresiones recibidas durante el viaje, al saber que las primeras poesías de su hijo debían aparecer luego impresas en un pequeño volumen.

El infeliz Carnicero no vio nada de esto, librándose así de una impresión horrorosa; no oyó tampoco el estruendo de las alimañas en el techo, retirándose al través de los tabiques y haciendo saltar bajo su paso débil innumerables pedazos de yeso; no pudo ver cómo cayó de pronto enorme porción de cascote en medio del pasillo, ni cómo algunos de los puntales se movieron y otros se rompieron cediendo al fin al peso de la techumbre podrida; no vio la primera oscilación de esta sobre la sala, ni la inclinación del tabique medianero, ni el vacilar de los de carga, ni la pavorosa lentitud con que las vigas del tejado cayeron sobre las del techo plano, aplastando la bohardilla como un bizcocho; ni oyó los crujidos de las maderas resistiendo todo lo posible el peso, ni el quebrantamiento de algunos tabiques, ni el cuartearse de los yesos, salpicando chinitas menudas que luego fueron piedras; ni vio desprenderse polvo de las alturas, precediendo a una lluvia de cal que luego fue pedrisco de guijarros; ni presenció la desviación de la pared maestra, que empezó haciendo una cortesía a la pared frontera por la calle del Duque de Alba, y luego se rompió por las ventanas y en la parte más frágil.

D. Rodriguín indicó por señas a los chicos que iba a entrar por el hueco de la bohardilla, con lo que ambos se asustaron y huyeron adentro. Mas sin arredrarse por esto el atrevido estudiante escurriose tejas abajo. Trepando gatunamente con los cuatro remos, penetró en la casa.

Para que la personificación fuera completa, salía del balcón una viga destinada a sujetar la cuerda de tender ropa, y con tal accesorio la casa con rostro estaba fumándose un cigarro puro. Su tejado era en figura de gorra de cuartel y tenía una ventana de bohardilla que parecía una borla. La chimenea no podía ser más que una oreja.

, Elena, he hallado un pobre y le he dado tu pan, que ha llevado como una presa á su bohardilla solitaria, y lo ha hallado bueno; pero era un pobre sin valor, porque ha llorado mucho al devorar la limosna de tus pequeñas y queridas manos.