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El viejo Gobernador Bellingham saldría con severo rostro llevando sus cuellos de lechuguilla al revés; y la Señora Hibbins, su hermana, vendría con algunos ramitos de la selva prendidos á su traje, y con rostro más avinagrado que nunca, como que apenas había podido dormir un minuto después de su paseo nocturno; y el buen padre Wilson se presentaría también, después de haber pasado la mitad de la noche junto á la cabecera de un moribundo, sin que le hubiera agradado mucho que le turbaran el sueño tan temprano.

Un día fué Ester á la morada del Gobernador Bellingham á llevarle un par de guantes que había ribeteado y bordado por orden suya, y que debía de usar en cierta ceremonia oficial, porque si bien no desempeñaba ya el alto puesto de antes, aun ocupaba un destino honroso é influyente en la magistratura colonial.

La mera circunstancia de ser ficticio el nombre de Arturo Dimmesdale, mientras el Reverendo Wilson y el Gobernador Bellingham figuran con sus nombres y títulos verdaderos, debería constituir suficiente prueba para no imputar los hechos de Dimmesdale al Reverendo Cobbett, predicador genuino del sermón de la elección en 1649.

Semejante doctrina no fué nunca enseñada, por ejemplo, por el venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la nieve, se veía por sobre el hombro del Gobernador Bellingham, mientras le decía que las peras y los melocotones podrían aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de púrpura podrían florecer si estuvieran protegidas por los muros del jardín expuestos más directamente al sol.

Esta respuesta fantástica le fué probablemente sugerida por la proximidad de los rosales del Gobernador, que tenía á la vista, y por el recuerdo del rosal silvestre de la cárcel, junto al cual había pasado al venir á la morada de Bellingham. El viejo Rogerio Chillingworth, con una sonrisa en los labios, murmuró unas cuantas palabras al oído del joven eclesiástico.

El Gobernador Bellingham, vestido en traje de casa, que consistía en una bata no muy ajustada, y gorra, abría la comitiva y parecía ir mostrando su propiedad á los que le acompañaban, explicándoles las mejoras que proyectaba introducir.

Aquí, como testigos de la escena que estamos describiendo, se encontraba el Gobernador Bellingham, con cuatro maceros junto á su silla, armados de sendas alabardas, que constituían su guardia de honor. Una pluma de obscuro color adornaba su sombrero, su capa tenía las orillas bordadas, y bajo de ella llevaba un traje de terciopelo verde.

El Gobernador Bellingham, que durante los últimos momentos había tenido fijas en el ministro las ansiosas miradas, abandonando ahora su puesto en la procesión, se adelantó para prestarle auxilio, creyendo, por el aspecto del Sr. Dimmesdale, que de lo contrario caería al suelo.

Por lo tanto, aquellos primitivos hombres de Estado, tales como Bradstreet, Endicott, Dudley, Bellingham y sus compañeros, que fueron elevados al poder por la elección popular, no parece que pertenecieron á esa clase de hombres que hoy se llaman brillantes, sino que se distinguían como personas de madurez y de peso, más bien que de inteligencias vivas y extraordinarias.

Durante ese tiempo tenía que ser la propiedad de su amo, lo mismo que si fuera un buey. El siervo llevaba el traje azul que era el vestido ordinario de los siervos de aquella época, como lo fué también mucho antes en las antiguas casas solariegas de Inglaterra. ¿Está en casa Su Señoría el Gobernador Bellingham? preguntó Ester.