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»Mientras tanto comienzan los músicos á templar los instrumentos detrás de la escena: asoma un actor en traje pastoril por el telón, y da motivo á los amigos para hacer varias reflexiones acerca de su traje, ya por el zamarro que llevaba con listas doradas, ya por su galana caperuza, ya, en fin, por su gran cuello con lechuguilla muy tiesa, que debía tener una libra de almidón.

Alta lechuguilla exornaba el rostro amarillado y patético. Se veía que el interno brasero de las pasiones extremas desecaba la carne y atosigaba y torcía los humores.

En los momentos en que el Reverendo Sr. Dimmesdale razonaba de este modo consigo mismo, y se golpeaba la frente con la mano, se dice que la anciana Sra. Hibbins, la dama reputada por hechicera, pasaba por allí, vestida con rico traje de terciopelo, fantásticamente peinada, y con un hermoso cuello de lechuguilla, todo lo cual le daba una apariencia de persona de muchas campanillas.

Su reto infanzón y feudal no bajaba la voz; y parecía volar, como un cartel atado a una saeta, por encima de las murallas, hacia la Corte. Era largo y cenceño. Los terciopelos o gorgoranes formaban como un fofo plumaje sobre su pajaresca armazón. La lechuguilla íbale siempre harto holgada.

El viejo Gobernador Bellingham saldría con severo rostro llevando sus cuellos de lechuguilla al revés; y la Señora Hibbins, su hermana, vendría con algunos ramitos de la selva prendidos á su traje, y con rostro más avinagrado que nunca, como que apenas había podido dormir un minuto después de su paseo nocturno; y el buen padre Wilson se presentaría también, después de haber pasado la mitad de la noche junto á la cabecera de un moribundo, sin que le hubiera agradado mucho que le turbaran el sueño tan temprano.

Medrano se presentaba después de mediodía, y el niño, vestido por las doncellas con traje de terciopelo negro, zapatos con virillas de plata, gorra morada, una lechuguilla fresca y un corto espadín, iba a despedirse de la madre. Ella le marcaba la crencha, con el peine, hacia un costado, según la manera española, y, haciéndole rezar un Ave y un Pater, le despachaba con un beso.

El mancebo echó, al pronto, una mirada a sus vestidos, estirose las calzas, apretose las agujetas del jubón, pidió a su madre una lechuguilla fresca; y luego, un espejo, un peine y un bote de unto para aderezarse el cabello. Hizo esto último con visible complacencia, hermoseando la expresión ante su propia imagen. Faltábale alguna joya.

Nadie usaba en la corte espada más larga que la suya, ni lechuguilla más eminente y más ancha. Hacía tejer en Milán sus brocados y brocateles según antiguos modelos del guardarropa de familia, y sólo los lapidarios de Florencia eran dignos de grabar el onix y la cornalina para el sello de sus sortijas y el pomo de sus dagas.