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Hubo un momento de terror indecible, como debió de haberlo en el templo de Jerusalén, y toda aquella profusión de lujo y de poder quedó destruida y condenada, fantásticamente, en silencio, sin voces, sin gritos, sin dolor físico, sin que lo advirtieran los sentidos. No fue la destrucción en la realidad tangible de las cosas, sino en la íntima realidad de las conciencias.

Al pasar junto al jardín de Páez, la luz de gas que brillaba entre las filigranas de hierro de la verja, en un globo de cristal opaco, le hizo ver su sombra de cura dibujada fantásticamente sobre la polvorienta carretera. Se avergonzó, testigo él mismo de sus locuras; y contuvo el paso. «Debo de estar borracho.

Interrogado por el Padre Ambrosio, le contestó de esta manera: Me deleita y me pasma lo que dices, pero he de confesarte que entiendo algo de ello de un modo confuso, que hay algo que no entiendo de ningún modo, y que sin dudar de tu buena fe, dudo del poder de tu ciencia y recelo que el amor propio te lleve a dilatar fantásticamente sus límites mucho más allá de donde en realidad llega su imperio.

Veo aun la luz del crepúsculo iluminando fantásticamente el ensangrentado cadáver: el silencio que reina en torno suyo me turba y me confunde. ¡Bandidos miserables! ¡raza inicua de hombres corrompidos á quienes no espanta verter la sangre humana para satisfacer vuestros deseos! ¿cómo no temblais ante vuestra propia obra?

Pero lo que atrajo todas las miradas, y lo que puede decirse que transfiguraba á la mujer que la llevaba, de tal modo que los que habían conocido familiarmente á Ester Prynne experimentaban la sensación de que ahora la veían por vez primera, era LA LETRA ESCARLATA, tan fantásticamente bordada é iluminada que tenía cosida al cuerpo de su vestido.

Los seres incorpóreos, turba de magos, revolotean a través de la cámara y hacen flotar las cortinas del dosel, tan fantásticamente, tan tímidamente, por encima de tu párpado cerrado y franjeado, bajo el cual se esconde tu alma adormecida que sobre el piso, al pie del muro, sus sombras se levantan y descienden como una ronda de fantasmas. Querida niña, ¿no tienes miedo? ¿Por qué, y con qué sueñas?

Rafael había salido del salón, Juanito jugueteaba con Miss, cada vez más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, que se confundían fantásticamente. ¿Dónde diablos están los otros? pensaba el tío, paseando su vista por el salón.

También podía ser que sonaran y ella no los oyera. Pero ¿cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado del tabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta, resistiéndose a moverse. «¿Será que me estoy muriendopensó la joven, echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar el interior a oscuras o fantásticamente iluminado.

No duró mucho el imperio de las tinieblas; el cielo, obscuro y sombrío, fue aclarándose, y la luna, amarilla, enorme, apareció por encima de un montón de nubes y comenzó a iluminar fantásticamente los acantilados negros de la costa y a brillar con reflejos y cabrilleos en las olas. Vamos a tener lluvia dijo el patrón señalando la luna, rodeada de un halo rojizo.

Ocurría la escena en un salón de los más chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratadísimo biombo del siglo pasado, pintado harto fantásticamente con paisajes inverosímiles: árboles picudos en fila que parecían lechugas, montañas semejantes a quesos de San Simón, nubarrones de hechura de panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al espectador.