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Y como el otro repitiera con la cabeza los signos negativos, Torquemada se desconcertó más, y alzando los brazos, con lo cual dicho se está que la capa fué á parar al suelo, soltó esta andanada: «¡Tampoco al cinco!... Pues, hombre, menos que el cinco, ¡caracoles!... á no ser que quiera que le también la camisa que llevo puesta.... ¿Cuando se ha visto usted en otra?... Pues no qué quiere el ángel de Dios.... De esta hecha, me vuelvo loco.

A la segunda andanada, el palo mayor quedó hecho trizas, como el tubo de una pipa de barro, y mató a otro marinero. Se izó la bandera holandesa; fué inútil. El crucero inglés no cesó el bombardeo. Nuestro capitán iba dando órdenes desde la toldilla; echamos el palo mayor al mar, y seguimos navegando.

Con este medio, podría atacar, sin que los proyectiles enemigos hicieran en sus costados más efecto que el que haría una andanada de bolitas de pan, lanzadas por la mano de un niño. Es una idea maravillosa la que yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nación tuviera dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar la escuadra inglesa con todos sus Nelsones y Collingwoodes?

Pero éste, ciego de coraje, se venía sobre nosotros viento en popa. Al llegar a tiro de fusil, orzó y nos descargó su andanada. En el tiempo que medió de uno a otro disparo, la tripulación, que había podido observar el daño hecho al enemigo, redobló su entusiasmo. Los cañones se servían con presteza, aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la poca práctica de algunos cabos de cañón.

Como partió una andanada al mismo tiempo que la pregunta del capitán, Santiago aparentó no haberla oído, y continuó con una imperturbable impudicia: Aún le veo, capitán, todo vestido de rojo ¡el malvado! con unas calaveras bordadas de plata, y después una talla... ocho pies y algunas pulgadas; unos hombros... unos hombros anchos como la popa de la escampavía, y después una barba roja, cabellos rojos, ojos brillantes, y unos dientes... es decir, unos colmillos como un jabalí.

Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!... Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo.

Bien. Ahora ¡fuego!... ¡fuego a estribor!... La andanada partió, y el fogonazo, iluminando un instante la tartana, proyectó sobre las aguas un vivo reflejo de luz. Después, cuando el humo blancuzco de la pólvora se hubo disipado, se vio al navío inmóvil, silencioso, con su punto luminoso a popa, obscurecido de cuando en cuando por una sombra que pasaba y repasaba en la cámara.

Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura a estribor!... ¡orza!... ¡la andanada de sotavento!... ¡fuego!... ¡bum, bum!... Ella se llegó a furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería, que me hizo ver las estrellas.

Ibamos a la altura de San Vicente, a la anochecida, cuando un crucero inglés nos hizo señas de que nos detuviéramos, y nos lanzó, por primera providencia, una andanada. El capitán consultó con el teniente y con el contramaestre. Había bastante viento. Se podía escapar bien. La bruma se nos echaba encima. Después de la conferencia, el capitán mandó poner el barco al pairo.

Cuando hayamos cambiado de disposición le largaremos una andanada. ¡Que Dios me ayude!... el levante cede... ¡Ah! ¡por la Virgen! ¡será una hermosa fiesta para el pueblo de Cádiz verte entrar con hierros en las manos y en los pies, con tu tripulación de demonios, perro maldito! decía el honrado Massareo mostrando el puño a la tartana desamparada, silenciosa y sombría, que se balanceaba al movimiento de las olas.