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Barbarita tiene aún reminiscencias vagas de la tertulia en los tiempos de su niñez. Iba un fraile muy flaco que era el padre Alelí, un señor pequeñito con anteojos, que era el papá de Isabel, algunos militares y otros tipos que se confundían en su mente con las figuras de los dos mandarines. Y no sólo se hablaba de asuntos políticos y de la guerra civil, sino de cosas del comercio.

Contaba el padre Alelí, historiador desmemoriado y chocho, que aquella noche estuvo D. Benigno durante seis horas seguidas sin moverse de su asiento, con los ojos fijos en las puntas de los pies, y el puño en la mejilla, y tal fue, añade, la duración de su éxtasis, cavilación o modorra, que al dejar aquella actitud tenía marcadas las coyunturas en los rojos mofletes de su cara, y el codo había dejado un hoyo profundísimo en el cojinete del brazo del sillón.

Después de la primera visita D. Benigno bajó cojeando la escalera; y ciñendo estrechamente al cuello el embozo para abrigarse bien, dijo dentro de su capa: «No sirve, no sirve para el caso». Partió, pues, a los Cigarrales en compañía de Alelí, que ya casi no se podía tener derecho, y allí, en aquel delicioso edén de almendros, aconteció lo que pronto, muy pronto verá el juicioso lector.

Hasta las guardesas, viejas y pobremente vestidas, que, con la bandera recogida, daban paso al tren, ostentaban entre sus cabellos grises algún clavel o alelí. Por fin nos apartamos del Empalme. Debíamos parar en Sevilla.

D. Benigno, dejando que Alelí se durmiera en el sillón del comedor y que Crucita hiciera lo mismo en su cuarto, envió a los muchachos a la escuela, y a su cuarto a Sola, entabló con ella una conversación de la cual es preciso no perder punto ni coma. Sola manifestaba grandísima sorpresa.

Pero nuestro buen criterio no nos permite admitir ciegamente esta versión, y así reducimos a tres las seis horas de que habla Alelí, el cual como Herodoto era muy inclinado a exagerar y dar proporciones a lo que veía. Mejor sería aún, reducir a una hora nada más el plazo de aquella perplejidad de nuestro querido señor, y así lo haremos.

Rumores corrieron de que el bondadoso Padre Alelí había perecido en las ferocidades del 16. Esto no resultó cierto por fortuna. Hallábase el anciano en la enfermería de su convento, ya completamente perturbado y sin juicio, cuando acaecieron los asesinatos. De nada se dio cuenta.

Yo podría determinar las causas, pero me contentaré con hacer una reflexion. Cartagena es una gran ruina, es una tumba inmensa, y entre las ruinas y las tumbas se encuentran siempre, lo mismo el hermoso lirio lleno de perfume y misterio, y el blanco alelí de las murallas, que el lagarto feo y descarnado vagando por entre los pedriscos y los escombros donde vegeta la hiedra....

El mismo muchacho o su hermano solía leer también las Gacetas para dar variedad a los conocimientos y saber lo que pasaba en Hungría, Cracovia o Finlandia. Los sucesos de España eran los que jamás se sabían por Gacetas ni papelotes, y era preciso recibirlos por el vehículo del padre Alelí, amigo fiel sobre todos los fieles amigos, cada vez más perturbado de caletre y más difuso de explicaderas.