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Parecía lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Hindostán que se están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un estado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le acercó Belén sentándosele al lado.

El muchacho siguió a su antigua novia. Estaba como si acabase de despertar y todavía no hubiera ahuyentado la modorra del sueño. Aún le zumbaba en los oídos el eco lejano de la extraña sinfonía. En el jardín estaban las jóvenes, muy alborozadas, en torno de Rafael y su amigo Roberto, que acababa de llegar.

Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño tranquilo. El padre aplicó su mano á las sienes del inocente montruo, que abrasaban. Pero ese trasto de Quevedillo.... Así reventara.... No en qué piensa.... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más. Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo.

A don Pedro Nolasco le sucedía lo propio, y hasta rompió a hablar con los contertulios y se permitió ciertos vaticinios risueños acerca de la enfermedad del viejo amigo y casi pedazo de su alma... precisamente en el instante en que mi tío saliendo de su modorra pertinaz y después de recorrer la estancia con los ojos azorados, dijo entre angustias de la respiración, como si no le cupiera ya en el pecho una burbuja de aire sin haberle desocupado de otra igual: Ahora... ahora es la de irse de veras, hijos míos, y la de prepararme al viaje en toda regla.

Y salió dejando sola a Bettina; que, según lo prometido, hizo los más sinceros esfuerzos para dormirse, no consiguiéndolo sino a medias. Cayó en un semisueño, en una modorra que la dejó flotante entre el sueño y la realidad. Prometió no pensar en nada, y, sin embargo, pensaba en él, nada más que en él, siempre en él; pero vaga y confusamente. Cuánto tiempo pasó así, no habría sabido decirlo.

Otras veces Azorín permanece largos ratos en una modorra plácida, vagamente, traído, llevado, mecido por ideas sin forma y sensaciones esfumadas. Cerca, en la casa de al lado, hay un taller de modistas, y a ratos estas simples mujeres cantan largas tonadas melancólicas, tal vez acompañadas por la guitarra de un visitador galante.

Al alba poco más o menos, Rosalía, vencida del sueño, se adormeció en un sillón frente al lecho conyugal donde el bueno de Thiers reposaba, aletargado ya; y lo mismo fue caer la señora en aquella modorra que empezará ver al Torres y su barba y nariz famosas.

Cerraban la marcha los padres de las muchachas, envejecidos antes de tiempo por las fatigas y sobriedades de la vida del campo, pobres bestias de la tierra, sumisas, resignadas, negras de piel, con los miembros secos como sarmientos, y que en la modorra de su mente recordaban cual una vaga y remota primavera los años del festeig.

Al día siguiente, que fue el 25 de Julio, día de Santiago, apretó el calor de una manera horrible. Bringas estaba en mangas de camisa y Rosalía, con una bata de percal muy ligero, no cesaba de abanicarse, renegando a cada instante del clima de Madrid y de aquella exposición a Poniente que había elegido Bringas para su vivienda. ¡Y el cominero tenía la desfachatez de decir que el calor le gustaba, que era muy sano y que compadecía a los tontos que se iban fuera! Aquel mismo día de Santiago el gran economista había anunciado solemne y decididamente a toda la familia que no irían a baños, con lo cual estaba Rosalía más sulfurada que con el calor. ¡Prisionera en Madrid durante la canícula, cuando todas sus relaciones habían emigrado! La alta ciudad palatina estaba ya casi desierta. La Reina se había ido a Lequeitio, y con ella doña Tula, doña Antonia, la mayor y más lucida parte de la alta servidumbre. Milagros y el señor de Pez también estaban preparando su viaje. Se quedaría, pues, sola la pobrecita, sin más amistad que Torres, Cándida y los empleadillos y gente menuda que vivían en el piso tercero... Su excitación era tal, que en todo el día no dijo una palabra sosegada, y todas las que de su augusta boca salían eran ásperas, desapacibles, amenazadoras. Paquito estaba tendido sobre una estera leyendo novelas y periódicos. Alfonsín enredaba como de costumbre, insensible al calor, mas con los calzones abiertos por delante y por detrás, mostrando la carne sonrosada y sacando al fresco todo lo que quisiera salir. Isabelita no soportaba la temperatura tan bien como su hermano. Pálida, ojerosa y sin fuerzas para nada, se arrojaba sobre las sillas y en el suelo, con una modorra calenturienta, desperezándose sin cesar buscando los cuerpos duros y fríos para restregarse contra ellos. Olvidada de sus muñecas, no tenía gusto para nada; no hacía más que observar lo que en su casa pasaba, que fue bastante singular aquel día. Don Francisco dispuso que se hiciera un gazpacho para la cena.

Al fin le aburría la modorra colonial de Batavia, y tornaba á Europa, rompiendo su matrimonio, para reanudar la existencia en los grandes hoteles, pasando de las estaciones invernales á las playas de lujo. ¡Ay, el dinero!... En ningún plano social se podía reconocer su poderío como en el que ella habitaba.