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Se aproximaba a él tímida, vacilante, pero sin rubores que alterasen su palidez, como si lo extraordinario de las circunstancias hubiese vencido a su antiguo encogimiento. Arreglaba el embozo del lecho, desordenado por los movimientos del herido, daba a beber a éste y levantaba con manos maternales su cabeza, para ahuecar la almohada.

El duque se acercó á la reja, y con la voz siempre fingida dijo: ¿Sois vos Esperanza? Yo soy, caballero contestó de adentro una voz de mujer que, aunque fresca y sonora, no tenía nada de tímida ; ¿y vos sois quien me ha enviado un recado con el lacayo Rodríguez? ; , señora. ¿Y qué me habéis enviado? Un diamante que vale cien doblones. ¿Eso habrá sido por algo? Indudablemente. ¿Me conocéis?

Pues bien, el hombre cuya imagen está siempre delante de sus ojos, el hombre que ha interesado tan profundamente su corazón, el hombre a quien ama con toda la fuerza tímida de su primer amor... ¡Acabad, pues! ¿Si fuerais vos, señor intendente?

Yo quiero que mi confesor tenga firme por las riendas, que sea severo y hasta duro conmigo... Usted me riñe poco todavía, padre. Quisiera que usted fuese más severo... que me castigara fuerte... y hasta me pegara, para demostrarle bien mi sumisión. Dijo las últimas palabras con voz temblorosa y el rostro avergonzado, fijando en su confesor una mirada de tímida adoración.

Obsequiole éste con queso nuevo y vino añejo, diole un pitillo del grosor de un dedo y en seguida violentándose, forzando su propio natural, le reprendió con la poca y tímida aspereza que su bondad, permitía, diciéndole: ¡Qué falta de religión... y qué vergüenza! ¡Trabajar en domingo!

Los vi internarse en él sin sentir celos, y fue para un placer indecible el guardar la puerta para que nadie los sorprendiera. Cuando reaparecieron, estaban silenciosos y fijaban en el suelo sus miradas serias y tristes. No, no se había declarado, bien lo vi a la primera ojeada, pero había hablado del porvenir e insinuado sin duda algunas palabritas de tímida esperanza.

El humo de la habitación comenzaba a asfixiarlo y un terror frío e indescriptible cerró sus labios y paralizó sus movimientos; un temor instintivo no le permitía moverse; prefería la duda, la inmovilidad, antes de acelerar el desenlace espantoso de aquella noche de abandono y de insomnio. En esa situación volvió a llamar tímida, cariñosamente, a Graciana, pero, como antes, nadie le respondió.

Además, doña Bernarda llevaba a Remedios a la suya con frecuencia, y rara era la tarde que al entrar en su casa Rafael no encontraba a aquella muchacha tímida, torpe y de una belleza insignificante, vestida con trajes que aprisionaban cruelmente su soltura de chicuela criada en los huertos, transformada rápidamente en señorita por la buena suerte del padre.

La marquesa de Alcudia, cuya voluntad no podía estar jamás en reposo, se dispuso a cumplir lo que había prometido a su sobrino. Este la vió llamar aparte a Mariana y salir con ella. Al cabo de un rato ambas volvieron. Castro comprendió que se había hablado de él, en la mirada tímida y afectuosa que la esposa de Calderón le dirigió al entrar.

Tímida para disculparse, guardó silencio la joven, y doña Rebeca contuvo a duras penas su enojo, deseando explorar el resultado de las gestiones que la encomendó. Habla, hija mía; ¿qué te ha dicho el médico?... ¿Le ponderaste a Narcisa?... La pobre Narcisa te quiere mucho; hoy me ha dicho que tienes ya que aliviar el luto y salir con ella a paseo.