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Oyes, Miguelito, ¿quieres hacerme el favor de salirte a la sala? dijo a su sobrino en un tono almibarado, pero muy sospechoso. Miguel se apresuró a escapar del gabinete. No tardó en oír fuertes trastazos, acompañados de vivas interjecciones, paseos y un resuello lúgubre de malísimo agüero.

Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestro digno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para la tribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario son palabras del doctor Cané «llegar temprano para obtener un buen sitio». La sala de sesiones de la Cámara de Diputados era realmente espléndida.

Abriose con violencia la puerta de la sala, y los ojos de los circunstantes vueltos hacia ella vieron con asombro el rostro pálido de un criado que exclamó dirigiéndose a su amo: ¡Señor, señor! ¿Qué ocurre? preguntó don Mariano con el acento enérgico que emplean los caracteres bien templados cuando adivinan un peligro. ¡Los soldados están ahí!

Hízole entrar en la sala, y estrechando sus manos con fuerza, descompuesta, loca, prorrumpió en esta pregunta: ¿Qué has hecho, hijo mío, qué has hecho? Quilito, pálido, no comprendía.

Constituidos en la casa, si ven que nada falta en ella, es mala señal; mas si por el contrario, se encuentran solo con las paredes, sin que haya fuego, ni leña en el hogar, ni bancos, mesas y lamcapes en la caída y sala, entonces la cosa varía de aspecto, y el novio, el amang-cruz y los individuos de la familia de aquel, en un momento llevan cuanto hace falta, procediéndose acto continuo á preparar la cena y buscar á la dalaga, que la tienen escondida en alguna casa vecina.

¡Ah! ¡Dios mío! dijo para Dorotea, entrando precipitadamente en la sala, y llegando á la alcoba ; ¡conoce que le amo... y se apodera de ! Montiño dormía á pierna suelta. Dorotea levantaba el pabellón del lecho. ¡Qué hermoso es! ¡y qué alma tan noble asoma á su semblante dormido! ¡Oh Dios mío! ¡y es ya la una y media! dijo oyendo á lo lejos un reloj. Dejó caer la cortina y salió á la sala.

Y en efecto, no tardé en convencerme de que me engañaba; no habló a nadie, a nadie se acercó, y tampoco dio muestras nadie de conocerle. Cuando comenzó el ensayo, traté de descubrirle en la orquesta, entre los aficionados, y no le encontré allí. Aunque la sala estaba poco alumbrada, me pareció verle en el palco que la víspera había contemplado con tan profunda emoción.

Yo te lo enseñaré, grandísima yegua... yo te lo enseñaré. D. Jaime, viéndole algo más sosegado, fue a coger el sombrero que tenía sobre una silla, y se dispuso a irse. Tomás, mirándole con inquietud, le dijo: Pierde cuidado, Jaime... A ésta ya la curaré yo de su enfermedad... ¡Mira, tengo allí las medicinas! Y apuntaba a un rincón de la sala, donde estaban arrimados unos cuantos garrotes.

Después, arrastrada por cierta fuerza misteriosa que acredita la existencia del magnetismo, volvió la cabeza hacia la sala y halló los ojos turbios y fríos del conde que también los contemplaba.

Era el señor baron uno de los caballeros mas poderosos de la Vesfalia; su quinta tenia puerta y ventanas, y en la sala estrado habia una colgadura. Los perros de su casa componian una xauria quando era menester; los mozos de su caballeriza eran sus picadores, y el teniente-cura del lugar su primer capellan: todos le daban señoría, y se echaban á reir quando decia algun chiste.