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El sabor francés disfrazado de chispa castellana, me encantó en ese artículo, en el cual se decían al señor Cané verdades de a puño, terminando a la postre con un merecido elogio. Posteriormente, y en el mismo diario, publicose una carta del criticado autor, en la que se defendía con gracia infinita, y con finísimo desparpajo reproducía el bíblico precepto del «ojo por ojo, diente por diente».

Y por poco numerosas que sean las relaciones que se cultiven con gente bogotana, a poco el bufete se llena con El Pasatiempo, El Papel Periódico Ilustrado, etc. Nada de eso se encuentra en el libro de Cané.

Largos días pasó Cafetera meditando sobre el asunto; y ya casi olvidado de él estaba una mañana en que había libado bastante, sentado sobre un guardacantón, fumando una colilla, á caza de fletes para el bote y en espera de sus amigos para jugar al cané.

Me hace acordar el señor Cané a la figura tan simpática y tan análoga de aquel brillantísimo espíritu francés que se llamó Prevost-Paradol; también fue un escritor que pudo haber fácilmente traspuesto las más altas cumbres: dotes, preparación, ambición, todo poseía. El éxito le sonrió siempre... Pero abandonó las letras por la política, y cambió la lucha activa por el reposo diplomático.

Por eso, una crítica justa a pesar de que el señor Cané ha dicho que es la «que más difícilmente se perdona, como los palos que más se sienten son los que caen donde duele» en este caso, puede con leal imparcialidad tributar cumplido elogio al escritor que se ha revelado humorista de buena ley, confirmando su vieja reputación de estilista brillante.

Uno de mis tíos, el coronel don Antonio Cané, después de la muerte del general Lavalle, en Jujuy, acompañó el cuerpo de su general hasta la frontera de Bolivia, junto con los Ramos Mexía, Madero, Frías, etc.

Oída la acusación y la defensa, puede, pues, abrirse juicio sobre el valor del libro. Crítico y criticado parecen estar de acuerdo acerca de algunos defectillos, disienten en otros, y parecen no haber querido recordar el verso clásico: Ni cet excés d'honneur, ni cette indignité Cané es un estilista consumado.

Y es lástima grande que con tan brillantes cualidades, no sea el señor Cané más que un dilettante en las letras. Se nota que aquel autor no siente en la vocación del escritor; escribe como un pis aller. Dotado como pocos para ello, jamás ha considerado a las letras sino como un accesorio, y en el fondo se me ocurre que es el hombre más desprovisto de vanidad literaria.

Y termina el señor Cané su descripción de Fort-de-France con estas líneas en que trasmite la impresión que le causó un bamboula: «...Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica.

Pero el Sr. Cané es, a la verdad, un espíritu observador. Véase si no el siguiente chispeante retrato de Diego Fallon, cuyos cantos A las ruinas de Suesca y A la luna son de tan extraordinario mérito. «Figuraos una cabeza correcta, con dos grandes ojos negros, deux trous qui lui vont jusqû'