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El señor Cané, periodista de raza, sabe, por experiencia, cuán absorbente es el periodismo, máxime cuando es preciso hacerlo todo personalmente, como sucede en empresas, del género de la Nueva Revista. Había leído el espiritual artículo que sobre este mismo libro publicó en El Diario, tiempo ha, M. Groussac otro escritor a quien todavía no me ha sido dado tratar.

El libro del señor Cané, es, en apariencia, una sencilla relación de viaje. Dedica sucesivamente seis capítulos a la travesía de Buenos Aires a Burdeos, a su estadía en París y en Londres, y a la navegación desde Saint-Nazaire a La Guayra. Entonces, en un capítulo cuya demasiada brevedad se deplora habla de Venezuela, pero más de su pasado que de su presente.

Cané alguna razón para incurrir en esas omisiones: sea, pero confieso que no alcanzo cuál puede ser. Lo deploro tanto más cuanto que por las páginas escritas, se deduce con qué humour para emplear esa intraducible locución se habría ocupado de toda aquella literatura. Hay, pues, que contentarse con los rápidos bocetos que nos traza. Pero el Sr.

Habrá quizás extrañado que la Nueva Revista de Buenos Aires haya guardado silencio sobre su último libro, tanto más cuanto que ¡rara casualidad! a pesar de ser el señor Cané conocidísimo entre nosotros, jamás lo ha sido, puede decirse, sino de vista por el que esto escribe.

Sacrifican así, esos espíritus escogidos, una gloria seria y permanente, por una gloria inconsistente y del momento. Cané principió por dejarse seducir por el diarismo político y derrochó un espléndido talento en escribir artículos de combate que, deslumbradores fuegos de artificio, vivieron lo que viven las rosas, el espacio de unas horas. ¿Quién se acuerda hoy de ellos?

El señor Cané parece tener pocas simpatías por esa vida, quizá porque la encuentra contemplativa, y considera que restringe la acción y la lucha. ¡Error! ¡El viajero, cuyo temperamento lo lleve a la lucha, se servirá de sus viajes para combatir en su puesto, y lo hará quizá con mejor criterio, con armas de mejor precisión que el que jamás abandonó su tertulia sempiterna!

Fastidiado el señor Cané, cuando, en la flor de la edad ha recorrido las más altas posiciones de su país, no encontrando por doquier sino sonrisas, no pisando sino sobre flores, ¡niño mimado de la diosa Fortuna! ¿No será quizá ese aparente fastidio un verdadero lujo de felicidad?...

Y si esa época parece ya muy echada en olvido, queda la de 1855 a 1858, en que tanto florecieron las letras colombianas: de esa época datan José Joaquín Ortiz, Camacho Roldán, Ancizar, Ricardo Silva, Salgar, Vergara y tantos otros...! Verdad es que el señor Cané declara que «no es su propósito hacer un resumen de la historia literaria de Colombia». Bien está; pero cuando se dedica un capítulo a la inteligencia de un país, preciso es presentarla bajo todas sus faces, mostrar su filiación, recordar sus más ilustres representantes...

A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al cañé; y lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe, que casi siempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba de empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempre era grandísimo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado y como compañero a un borracho.

Si hay cané, orza y arría la mayor...; y avisa cuando haya trigo, que ya sabes cómo se gasta. Calló Pipa, miró á Cafetera que le escuchaba muy serio, y arrimándole un puntapié por la popa, ¡Á vivir! le dijo. Y se disolvió el corro, marchándose cada quisque por donde quiso.