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Actualizado: 2 de junio de 2025


Seguía impasible sus inauditas reformas urbanas, escuchando con sonrisa cruel las quejas de sus víctimas, contestando con sarcasmos feroces a los discursos de los oradores del bando contrario. Marcones introdujo a don Mateo en una sala contigua al salón de sesiones. La tribuna destinada al público era demasiado asquerosa para entrar en ella una persona decente.

Habían transcurrido diez minutos lo menos desde que la criada me había dejado en la sala, y D. Oscar no parecía. Aún transcurrieron otros cuantos. Al fin la puerta, que estaba entornada, se abrió y dejó paso a un hombre de figura por cierto originalísima.

Si vuelven, que no volverán, se quedarán en la sala, y por nada de esta vida las dejaré entrar en la recámara. «No te inquietes ni te aflijas; si hay algo grave te escribiré para que vengas. Sarmiento me ha ofrecido decirme la verdad. Ayer le escribí a Linilla con unos músicos que fueron a San Sebastián a tocar en los oficios de la Semana Santa. ¡Qué Semana Santa voy a pasar, hijito!

Seis meses después de los sucesos referidos en el último capítulo, la condesa de Algar estaba un día en su sala en compañía de su madre. Ocupábase en adornar con cintas y en probar a su hijo un sombrero de paja. Entró el general Santa María. Ved, tío dijo , qué bien le sienta el sombrero de paja a este ángel de Dios. Le estás mimando que es un contento repuso el general.

Pero un día fatal hizo el diablo que don Fernando acompañase a su mujer a una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que, alrededor de una mesa con tapete verde, se hallaban congregados muchos devotos de los culbículos.

¡A que no le das tu cama, Paquito! dijo Santiago, pasando a la alegría inmediatamente. ¡Si no quepe en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muy grande, muy grande... No quiero cama ahora, interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien aquí! ¿Te duele el estómago como antes? preguntó Manolita abrazándole y besándole.

Porque aunque el presidente de la sala había resuelto que el juicio se celebrase a puertas cerradas, atento a la índole delicada del delito y a las personas que habían intervenido en él, fueron tantos los abogados que reclamaron su derecho a presenciarlo y tantos los permisos concedidos, que se formó pronto una asamblea numerosa y más inquieta de lo que debía esperarse.

En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después de mostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, me saludó, obligándome a pasar a la sala. ¿Estabas aquí? preguntó a su hijo.

Dió dos ó tres vueltas por la sala. Vió dos ó tres veces á su mujer. Cada vez le pareció más hermosa y más inocente. Pero, señor, ¿y lo que yo mismo he oído? se dijo. Y volvió á dar otras dos ó tres vueltas. ¡Luisa! dijo al fin. ¿Qué queréis? respondió tranquilamente su mujer. ¿Ha estado alguien aquí? Ha estado Cosme Aldaba. ¡Ah! ha estado ese bribón de Aldaba. ¿Y qué quería?

Al abandonar la sala del Instituto, ocupada aún por la inmensa muchedumbre que había concurrido a la recepción, mi antiguo amigo el duque de Rohan me salió al encuentro diciéndome al oído: «Abandonad toda esperanza con respecto al ascenso en vuestra carrera; habéis defraudado nuestras esperanzas y dado fuerza a nuestros enemigos políticos.» ¿Qué me importaban a los ascensos en mi carrera cuando veía vacilar a Carlos X en el trono, y al que deseaba separar del abismo que amenazaba tragárselo?

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