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Vestía el joven el uniforme de gala de capitán de artillería, y el viejo, decrépito y encorvado, el de almirante de la Armada, con todo el pecho lleno de cruces: era el duque de Algar, abuelo y padrino en aquella ocasión del joven marqués que iba a cubrirse.

Que mi prima la condesa de Algar dijo Rafael es la perla de las sevillanas. Pregunto lo que hay de nuevo repuso el duque y no lo sabido. ¡Ojalá fuera cierto! dijo el general suspirando ; pero mi sobrino Rafael Arias es una contradicción viva de su axioma. Siempre nos trae caras nuevas a la tertulia, y eso es insoportable. Ya está mi tío dijo Rafael esgrimiendo la espada contra los extranjeros.

El señor Fermín, para que no le viesen llegar con las manos vacías los parientes pobres que cuidaban de sus pequeñuelos, se dedicó al contrabando. Su compadre Paco el de Algar, que había ido con él en las partidas, conocía el oficio. Entre los dos existía el parentesco de la pila bautismal, el compadrazgo, más sagrado entre la gente del campo que la comunidad de sangre.

Hubo un mal síntoma: el rey pasó ante Villamelón sin hablarle, haciéndole tan sólo un leve saludo; detúvose después un gran rato con el viejo duque de Algar y su nieto, y llegó al fin a Jacobo, que se hallaba de pie en pos de estos. Hubiérase podido escuchar en la antecámara el vuelo de una mosca, percibir el rumor de la huella más callada, del paso mismo de la muerte.

Su protector había muerto, Salvatierra andaba por el mundo y su compadre Paco el de Algar le abandonaba para siempre, muriendo de un enfriamiento allá en un cortijo del riñón de la sierra. También el compadre había mejorado de suerte, aunque sin llegar a la buena fortuna del señor Fermín.

Las flores perfumaban el ambiente y contribuían a realzar la gracia y el esplendor de esta escena de ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de las fuentes. En una noche, hacia fines del mes, había gran concurrencia en casa de la joven, linda y elegante condesa de Algar.

Seis meses después de los sucesos referidos en el último capítulo, la condesa de Algar estaba un día en su sala en compañía de su madre. Ocupábase en adornar con cintas y en probar a su hijo un sombrero de paja. Entró el general Santa María. Ved, tío dijo , qué bien le sienta el sombrero de paja a este ángel de Dios. Le estás mimando que es un contento repuso el general.

Ya nadie querría prestarles para continuar el negocio. El compadre, llevando de la mano a Rafaelillo, que era ya un rapaz, marchó a Algar, a su pueblo de la serranía, para ser gañán en un cortijo, si es que le aceptaban viéndole entrado en años y enfermo.

Gustábanle los caballos y las escopetas con entusiasmo juvenil, como a cualquier señorito del Círculo Caballista. En punto a domar un potro o a meter la bala donde ponía el ojo, no admitía rival. Además, era todo un hombre; tan hombre como el que más: le gustaban los valientes para ponerlos a prueba; ansiaba aventuras para que se supiese quién era el hijo de Paco el de Algar.