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Plácido la profesaba con no menos entusiasmo que cualquier caballista andaluz, sólo que era de infantería, y además no quitaba la vida a nadie. Su conciencia, envuelta en horrorosas nieblas tocante a lo fiscal, manifestábase pura y luminosa en lo referente a la propiedad privada. Era hombre que antes de guardar un ochavo que no fuese suyo, se habría estado callado un mes.

Un señorito del Caballista, hijo de un cosechero, gran amigo de la casa Dupont, se enamoró de Lola, pidiéndola en matrimonio apresuradamente, como si temiera que se le escapase. Doña Elvira y su hijo aceptaron la demanda: en el Círculo causó asombro el valor de aquel muchacho casándose con una de las hijas del marqués de San Dionisio. Este matrimonio fue para las dos hermanas una liberación.

Aprovechaos, que jamás os veréis en otra. Muchos señoritos del Caballista os envidiarían. ¿Sabéis lo que valen todos esas botellas? Un capital: eso es más caro que el champañ; cada botella cuesta no recuerdo cuántos duros. Y la miserable gente arrojábase sobre el vino, y bebía y bebía avariciosamente, como si lo que les entraba por la boca fuese la fortuna.

Muchas veces se presentaba en el Círculo Caballista con arañazos en la cara o amoratadas señales. Con esa no puedes le decían los amigos en un tono de compasión cómica. Es mucha mujer para ti. Y celebraban la energía de Lola, la admiraban, con la secreta esperanza de ser algún día de los favorecidos.

Su ambición estribaba en ser el continuador del glorioso marqués de San Dionisio, pero en el Círculo Caballista decían de él que no era más que su caricatura. Le farta el señorío, el aquel del bendito marqué decía el señor Fermín al enterarse de las hazañas de Luis, al que conocía desde niño. Las mujeres y los valientes eran las dos pasiones del señorito.

Una verdadera fortuna: el señorito era hombre de gusto, un inteligente que no reparaba en el dinero para disputar a los más ricos del Círculo Caballista la posesión de un buen ejemplar. Hasta a su primo don Pablo le había arrebatado la posesión de un caballo famoso.

En el Círculo Caballista rehuía las tertulias de la gente joven, que sólo le recordaban sus pasadas locuras para aplaudirlas, proponiéndole otras mayores. Buscaba la conversación de los «padres graves», de los grandes cosecheros y ricos agricultores, que comenzaban a oírle con cierta atención, reconociendo que aquel perdis tenía una buena cabecita.

Todos formulaban mentalmente la misma excusa para disculpar su debilidad. ¡Si pillasen en campo raso a aquella gente!... Al pasar frente al Círculo Caballista, aparecieron tras los cristales varias cabezas de jóvenes. Eran señoritos que seguían con inquietud mal disimulada el desfile de los huelguistas.

Estas palabras ya no hacían sonreír a los socios del Caballista, sino que las aprobaban con fervorosos gestos, con toda su fe de ricos labradores, que encogían los hombros cuando algún iluso proponía pantanos y canales, y todos los años costeaban grandes fiestas a la Virgen de la Merced, sacándola en rogativa apenas faltaba el agua a sus campos.

Muchas veces, en el Círculo Caballista señalaba a los amigos algún hombre malcarado que le aguardaba en la puerta. Ese es el Chivo decía con el orgullo de un príncipe que habla de sus grandes generales. Un hombre a quien le arrastran las borlas por el suelo. Entre tiros y cuchilladas tiene más de cincuenta cicatrices en el pellejo.